martes, 17 de enero de 2012

Antídoto

Maridaje musical: Oxygène -Part II- (Jean Michel Jarre)



Escribo esta carta desde la más absoluta resignación. No me queda demasiado tiempo antes de que vuelva a suceder. Los desvanecimientos son cada vez más frecuentes y prolongados. Presiento que el último y definitivo está muy cercano. Llevo un tiempo resistiéndome al envío de una declaración como ésta, pues es muy posible que ahora, al leerla, tú también te estés condenando. Pero ya no hay remedio.


    Todo comenzó hace un par de días. Me desperté relajado y descansado, aunque con una sensación de ligero hormigueo dentro de mi cabeza. Transcurrieron unos segundos antes de que reparase dónde me encontraba. Me había quedado dormido sobre el teclado de mi ordenador personal. Estaba algo confuso y no recordaba lo último que  había hecho antes de caer rendido, sin duda fruto del estrés laboral de la última semana. Me sorprendió comprobar que apenas había estado dormido dos minutos y sin embargo me sentía bastante fresco y dispuesto para continuar mi trabajo. Me alegré por ello y esa noche la pasé en vela, realizando labores de lectura y posterior respuesta a correos electrónicos que habían echado raíces en mi bandeja de entrada y que debido a su antigüedad, bien podrían hacer que la pantalla adoptase un tono sepia al abrirlos. Tras seis horas ininterrumpidas de intensa actividad me acosté agotado. Dormí profundamente y de nuevo desperté muy relajado. Habían pasado sólo diez minutos. Se inició en mí una preocupación que rechacé inmediatamente al comenzar a prepararme un té con leche. No había por qué alarmarse; a fin de cuentas lo sucedido constituía una ventaja, ya que iba a permitir que me pusiera al día en relación con las múltiples tareas que tenía pendientes. Estaba inmerso en esta reflexión cuando constaté que lo que me estaba llevando a la boca era vino en lugar del pretendido té. Al menos eso era lo que mi sentido visual decía, en contradicción con mis papilas gustativas que recibían el estímulo de un delicioso té caliente. Aquello, además de preocupante, me pareció gracioso y quise compartirlo con mi hermana. Cogí el teléfono y me dispuse a marcar pero no obtuve tono…


   Volví en mí unos quince minutos más tarde. Estaba tumbado en medio del salón; a mi lado descansaba un cenicero de plata. Recordé que había iniciado una llamada, pero comprobé que mi móvil seguía dentro del armario, en el bolsillo de mi chaqueta. Aquello me resultó muy extraño y me ocasionó un estado de pánico. No recordaba el número de mi hermana e instintivamente se me ocurrió enviar un breve mensaje solicitando ayuda, a todos los integrantes de mi agenda telefónica. Lo que me estaba sucediendo no correspondía a una pérdida de memoria, sino que era más bien una nueva disposición, totalmente desordenada, de los conocimientos almacenados en mi cabeza. Mi cerebro contenía en ese momento un revoltijo de información, como si todas las estanterías donde descansaba todo mi saber se hubiesen venido abajo, cayendo sobre un motón de neuronas con sinapsis incorrectas. Repasé mis álbumes de fotos: identificaba personas y lugares pero el nombre de los mismos nunca coincidía con lo que estaba escrito en el reverso.  Comencé a comer a mordiscos una manzana con gusto a tomate y tacto de cebolla; pretendí mover la pierna y lo que se movió fue mi brazo; me entraron irrefrenables nauseas y sin embargo... me oriné encima…


   Me vi reanimado de nuevo tras ocho horas de desmayo. Siempre que vuelvo a la vigilia me encuentro bien, con todo en orden, pero mi mente comienza a colapsarse cada vez con más rapidez y el periodo de inconsciencia crece de manera exponencial. La última vez no fueron más de diez minutos de lucidez; justo el tiempo para acercarme al ordenador con intención de enviar un correo electrónico a toda mi lista de contactos. Abrí la aplicación que gestiona mi correspondencia y volví a ver el mensaje recibido dos días atrás con el siguiente asunto: “antídoto.” Recordé entonces su simple contenido: una imagen intermitente de una jeringuilla en cuyo pie se podía leer la frase “proceso de desinfección iniciado”. Por un momento pensé que se trataba de un virus, pero lo cierto es que mi computador no experimentó ningún síntoma extraño en todo este tiempo. ¡Qué equivocado estaba! Un nuevo correo recién llegado a mi cuenta me acaba de dar todas las claves. El efecto destructor del antídoto va dirigido a la especie humana. Los dispositivos electrónicos son inmunes y actúan como meros transmisores. Yo he sido seleccionado al azar para iniciar un proceso imparable cuya propagación ha comenzado con mis mensajes indiscriminados. El origen está situado fuera del planeta. Todo antídoto tiene siempre como objetivo erradicar de un paciente el virus o veneno que amenaza su existencia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario