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Se encontraba frente al espejo, siguiendo el mismo ritual de siempre. Primero, la crema base para hidratar la piel. Su cutis no era precisamente suave ni atractivo, ya que estaba surcado por visibles cicatrices que le acompañaban casi desde que tenía uso de razón. Podría decirse que su cara era como un abrupto mapa plagado de cordilleras. Mientras se aplicaba el lechoso cosmético, repasaba una vez más la película de su vida como había hecho cientos de veces con anterioridad. Todo era parte del ceremonial y le servía de enorme ayuda para realizar su labor.
Su infancia había
sido de todo menos feliz. No conoció a su madre; su padre siempre le culpó de
haberla asesinado con su nacimiento y le hizo pagar por ello. Lo más parecido a
una caricia en el rostro que recibió de su progenitor, se la aplicó bruscamente
con el dorso de la mano. Sin embargo, en ciertas ocasiones, se mostraba
“cariñoso” y “dulce” debido al estado de embriaguez que presentaba. Pero esas
muestras de cariño no eran precisamente las más adecuadas para un retoño y muy
pronto le comenzaron a producir más repugnancia y dolor que el áspero tacto de
los nudillos que tan frecuentemente experimentaba. Los días más dichosos de sus
primeros ocho años de vida los pasó en una cama de hospital, recuperándose de
las terribles heridas que un espejo cinceló en su rostro al hacerse añicos
después de que su procreador estampase su cabeza contra la vidriosa luna, cuando
pretendía mostrarle la innata fealdad que a su juicio poseía.
Tras la hidratante
loción, comenzó con la tarea del maquillaje propiamente dicho. Las sucesivas
capas a duras penas conseguían enmascarar sus costuras
faciales. De todas formas eso no le importaba lo más mínimo. Incluso sentía
hacia ellas cierto agradecimiento, pues en gran medida eran responsables de la
elección de la actividad con la que se ganaba la vida.
Al poco tiempo de
cumplir los doce años, quiso el infierno que el corazón de su padre dejase de
latir mientras dormía una de sus habituales “monas.” Comenzó entonces una nueva
etapa en la que a las cotidianas
agresiones físicas se añadieron otras de tipo psíquico debido a su aspecto. Fue
continuo objeto de burla y mofa por parte de sus compañeros del hospicio;
auténticos proyectos de delincuentes sin escrúpulos. Voluntariamente se recluyó
entre los edificios y patios que conformaban el orfanato hasta cumplir la
mayoría de edad, momento en el que no tuvo más remedio que lanzarse al mundo
real. Su imagen constituía un verdadero imán para las miradas del prójimo. Especialmente
doloroso era el efecto que producía en los niños, provocándoles muecas que
irremediablemente desembocaban en inconsolables llantos de terror. De nuevo se
daba de bruces contra la sincera crueldad infantil y comenzó a emerger en su
ser una necesidad de venganza que abortó de forma inmediata al decidir hacer
vida exclusivamente nocturna, sólo para estar a salvo de esas torturantes y
pueriles pupilas. Un buen día, tomó la determinación más importante de su vida.
Había sido un sujeto pasivo durante toda su existencia y llegaba el momento de
pasar a la acción. Les daría a los niños un buen motivo para gritar en su
presencia. A partir de ese instante se aplicó en cuerpo y alma a su tarea hasta
convertirse en principal protagonista de los sueños infantiles de más de medio
mundo.
Terminó los últimos retoques faciales justo
cuando le llegaba su hora. Al verle, un griterío ensordecedor inundó el
ambiente. Después de todo lo que había sufrido,
nada le hacía llorar por dentro y por fuera con más intensidad que las
muestras de cariño de todos aquellos niños que abarrotaban las gradas. Hoy
las lágrimas son de felicidad. Él es Blaky: el mejor payaso del mundo.
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