Alberto Ramos no era precisamente un enamorado de la viticultura ni un
entusiasta de la enología. Tampoco vamos a decir que aborreciese las
actividades propias del mundo vinícola. Convendremos en que soportaba dichas
tareas por pura inercia. Sin embargo se entregaba a ellas en cuerpo y alma
desde hacía más de diez años y hoy mismo todo ese esfuerzo había dado sus
frutos con la consecución del galardón que perseguía desde el día en que
destripó el primer terrón en la finca “Las Paganas”. Su vino tinto “Carlos
Alonso” acababa de ganar la Medalla de Oro de Burdeos. El nombre del vino
constituía un homenaje a su gran amigo, fallecido años atrás, con el que
había adquirido un compromiso que finalmente acababa de cumplir. De modo que
una vez que se enteró del fallo del jurado, cogió la urna con las cenizas de su
compañero, se encerró en la sala de catas y colocó dos copas sobre la gran mesa
de madera de roble: una para él y la otra en honor del espíritu de Carlos. A
continuación procedió a descorchar una botella del laureado tinto mientras
repasaba el cúmulo de acontecimientos acaecidos durante los últimos veinticinco
años.
Alberto Ramos y
Carlos Alonso se conocieron un 24 de Febrero, durante un curso de Enología que
se celebraba por aquellas fechas en Madrid. Carlos era hijo y nieto de
viticultores y había heredado unos viñedos en su pueblo natal. Su entusiasmo
por el mundo del vino era extraordinario. Todo lo que sabía lo había aprendido
de sus ancestros y realmente sus vinos tenían una calidad aceptable. Pero sus
conocimientos carecían de técnica y manaban más bien fruto del instinto
familiar. Necesitaba aprenderlo todo sobre la viticultura para poder tener
intuición investigadora en el tema y lograr el mejor caldo que nunca se hubiese
embotellado. Por el contrario Alberto Ramos era un vividor que aterrizó
en el curso por mera curiosidad, quizá atraído por la posibilidad de probar un
buen puñado de vinos excelentes a un precio razonable. En cualquier caso
conectaron de inmediato, como cuando en un puzle se encuentran dos piezas
duales que encajan a la perfección. Desde ese primer encuentro se convirtieron
en inseparables.
Carlos soñaba con la Medalla de Oro de
Burdeos y hacía partícipe a Alberto de sus planes con tal pasión que éste se
veía contagiado por el fervor de aquél. Pero estaba escrito que de la tierra de
sus fincas familiares no iba a surgir la uva con la que asombraría al mundo y
una mañana de Abril inició su actividad mortal la plaga de filoxera que habría
de acabar con todas las vides que habían preparado con tanto esmero. Sólo se
concedió dos días para lamentarse y al amanecer de la tercera jornada expuso un
nuevo plan a Alberto. Vendería su casa y todas sus fincas y se marcharía a
California para comenzar un nuevo proyecto. Compraría un buen terreno virgen y
lo trabajaría desde cero. Sólo imponía una condición para llevarlo a cabo. Alberto,
su amigo de ley, debía acompañarle. Alberto se sentía demasiado anclado a su ciudad,
Madrid, y no tenía ningún interés en embarcarse en una aventura de ese calibre.
Sólo de pensarlo sentía vértigo, pero no quería de ningún modo desilusionar a
Carlos y, por supuesto, le aterraba tener que separarse de él. Así que lo único
que pudo improvisar en esos momentos fue proponer una nueva condición con el
objeto de ganar algo de tiempo: él también quería aportar una buena cantidad
económica y deberían esperar unos meses hasta que pudiese conseguirla. Carlos
en un principio trató de convencerle de que no era necesario pero tras ponerse
en el lugar de Alberto entendió finalmente que su postura era razonable.
Conforme pasaba el tiempo, impaciencia y nerviosismo se acrecentaban al unísono
en el ánimo de Carlos, mientras Alberto sufría por no atreverse a comunicarle a
su amigo que no tenía arrestos para acompañarle. Además su sufrimiento se
incrementaba al sentirse responsable de cercenar la más que prometedora carrera
de Carlos como viticultor de prestigio. Después de meditarlo durante interminables
noches de insomnio tomó una firme decisión. Una mañana le comunicó a Carlos que
ya disponía del dinero acordado. Sin embargo no podía abandonar Madrid hasta
arreglar unos flecos familiares y vender sus últimas posesiones. Por otro lado,
era perentorio comenzar cuanto antes, por lo que le propuso a Carlos que se
adelantara con todo el dinero y que una vez establecido en California y elegido
el terreno le informase de su ubicación. En ese momento se incorporaría él y
comenzarían juntos a hacer realidad ese sueño común. Mientras pronunciaba esas
palabras, lloraba por dentro al sentirse un vil traidor, pues
estaba convencido de que nunca sería capaz de acompañar a Carlos y de que éste
jamás iniciaría el viaje sin la garantía de su participación. Aunque parezca un
contrasentido, su artimaña era una auténtica prueba de amistad y constituía la
llave que abriría la prisión de Carlos, dejando volar su espíritu emprendedor
tras liberarlo del lastre que suponía la influencia de Alberto. No sin un buen montón
de protestas, Carlos transigió y un 5 de Enero se fundieron en un interminable
abrazo en el puerto de Lisboa, junto al barco que llevaba por nombre “Esperanza”
y que sería la pasarela a una nueva vida. En la bodega del mismo descansaban
una buena cantidad de cepas sanas de tempranillo que habían adquirido a precio
de oro. En un zurrón, Carlos llevaba consigo a buen recaudo todo el dinero
ahorrado. El suyo y un sobre de buen grosor que contenía la aportación económica
de Alberto. O al menos eso era lo que él
pensaba. La realidad era bien distinta, ya que en ese sobre tan sólo había
media docena de billetes auténticos que escondían un fajo de recortes de papel.
Cuando se diese cuenta del engaño estaría en alta mar sin posibilidad de
retorno inmediato y Alberto confiaba en que una vez en América fuese más potente
el deseo que el enfado. Si así sucedía, posiblemente ese abrazo tendría una
segunda entrega a modo de perdón y reconciliación en el futuro.
Los meses sin noticias de Carlos, pronto se
convirtieron en años. Al principio esto a Alberto le pareció de lo más normal teniendo
en cuenta la deleznable maniobra urdida por él, pero a medida que pasaba el
tiempo una preocupación crecía en su interior de forma acelerada. Carlos no era
precisamente una persona rencorosa y por muy traicionado que se hubiese
sentido, ocho largos años eran tiempo más que sobrado para aplacar su supuesta
ira. ¿Y si Carlos no había tenido éxito?
O peor aún ¿Y si hubiese muerto en el intento?
Más de quince años después de aquella despedida
en Lisboa, un domingo de Agosto Alberto abrió la puerta de su casa y se quedó
completamente petrificado al ver los expresivos ojos de Carlos Alonso
sumergidos en un rostro enormemente castigado por el tiempo. Parecía como si
por aquel cuerpo los años hubiesen pasado no una, ni dos, sino hasta tres
veces. Tenía ante sí a un anciano de poco más de cuarenta años que se derrumbó
en sus brazos. Estuvieron fusionados casi media hora en la que los llantos, las
risas nerviosas y los besos fueron los únicos sonidos que salieron de sus
bocas. Después, sin dejar de mantener contacto físico, se trasladaron al salón. Era el
momento de las disculpas innecesarias y de la obligada reconciliación. Alberto
quería y debía ser el primero en hablar, como principal responsable de la larga
separación. Sin embargo Carlos le ganó la partida y fue el que tomó la palabra para
suplicarle, de manera emocionada, el perdón por todo lo acontecido. Alberto
estaba atónito. Su amigo del alma había perdido el juicio y se creía el
culpable de todo. Quiso interrumpirle pero desistió ante las prisas de su
compañero por relatarle en primer lugar lo sucedido durante todos esos años, como
si temiese no tener tiempo a llegar al final. Respiraba con gran dificultad y a
menudo tenía que parar unos segundos para recuperar el resuello. Su voz era
apagada. Al principio pensó que era debido a la emoción pero más tarde constató
que la causa era la mortal enfermedad que le aquejaba. Durante dos horas
escuchó sin interrupciones cómo Carlos le contaba su viaje desde Lisboa; lo
feliz que se sentía en el barco “Esperanza”, cuyo nombre era sin duda una buena
premonición de la perspectiva que tenían por delante. Asistió horrorizado a la
narración de los detalles del atraco que sufrió nada más poner el pie en
América. No llevaba ni un solo día en la denominada tierra de las oportunidades
cuando zurrón y dinero le fueron arrebatados, lo que supuso una puñalada mortal
en su ánimo. A pesar de sus irrefrenables deseos de hacerle callar para
confesarle cuál era el verdadero contenido del sobre, Alberto le dejó continuar hasta el
final de la historia. Así supo por qué Carlos nunca se comunicó con él. Al principio no podía hacerlo porque su orgullo no le
permitía asumir la derrota tan fácilmente. A duras penas soportaba la
culpabilidad que sentía por haberse dejado robar todo sin oponer demasiada
resistencia. Si hubiesen sido sólo sus propios ahorros… Pero estaban también los
dineros que le había confiado su querido Alberto y éstos debería haberlos
defendido incluso con su propia vida. Deambuló durante un año como un mendigo
por las calles y cayó hasta lo más bajo que puede resistir un ser humano.
Cuando tocó fondo comprendió que ya sólo podía moverse en sentido ascendente.
Entonces decidió que no regresaría ni sabrían de sus andanzas hasta que pudiese
restituir todo lo perdido. Desempeño los
peores trabajos, los más arriesgados y peligrosos, ya que eran los que
reportaban mayor salario. Se olvidó de cuidar su salud ante la obsesión de
obtener lo necesario para poder adquirir buenas fincas donde plantar viñedos. Los
días sin actividad laboral los dedicaba a recorrer enormes distancias a pie, analizando
con detalle los terrenos más propicios. En definitiva, fue quemando su vida
conforme aumentaba su capital hasta alcanzar la cantidad que precisaba para
efectuar la compra. El momento para emprender el camino de vuelta le llegó
demasiado tarde.
La enfermedad era muy visible en su cuerpo y
sin embargo decía sentirse el hombre más
feliz del mundo en esos momentos. Alberto supo que en efecto, esa felicidad era
real. No había más que ver en sus ojos la expresión de infinita satisfacción en
el momento en el que le tendió la escritura de “Las Paganas”, sita en “Napa
Valley” California, cuyos propietarios eran, a partes iguales, Alberto Ramos y
Carlos Alonso. A continuación sacó un nuevo documento en el que se designaba a
Alberto Ramos como beneficiario único de la parte de Carlos Alonso en caso de
fallecimiento de éste último. Ya sólo le quedaba obtener el perdón para poder
morir feliz, con la sensación de haber logrado un triunfo agónico, pero triunfo
al fin y al cabo.
Alberto no tuvo alternativa y de nuevo, al
igual que había hecho años antes, correspondió con una nueva prueba de amistad
de ley. No tenía derecho a revelarle a su leal y fiel camarada que todo su
esfuerzo podría haberse evitado; que todo su sufrimiento fue gratuito y que se
había matado tan sólo por una bienintencionada traición. Así pues, con los ojos
inundados, tomó la escritura, el documento de cesión y con un inmenso abrazo
"perdonó" a Carlos pronunciando una verdad irrefutable: “No hay nada que perdonar.”
Dos días después, Carlos Alonso dedicó a su mejor amigo una última mirada, cargada júbilo, antes de exhalar su último suspiro. Alberto Ramos hizo entonces
una promesa.
Una botella tras otra se fueron agotando en la
sala de catas desde cuyos ventanales se divisaba en toda su extensión la enorme
finca “Las Paganas”, con cepas bien separadas, cada una con un máximo de tres
apretados racimos. Las primeras copas destinadas a Carlos decidió volcarlas
Alberto en la urna de las cenizas, pero a partir de la tercera botella no
recordaba haber tenido que hacerlo más y sin embargo el vino se consumía como
si realmente alguien lo estuviese disfrutando en su compañía. Un par de botellas
más tarde ya pudo ver con claridad al compañero con el que deseaba celebrar y
compartir el ansiado y reciente triunfo. Bebieron juntos durante toda la noche
y al calor de un insuperable vino todo quedó por fin claro entre ellos. Llenos
de orgullo decidieron no separarse nunca más y se fundieron en un último abrazo
mientras salían al exterior atravesando una de las grandes cristaleras. A la mañana siguiente
el jefe de ventas halló el cuerpo sin vida de Alberto Ramos con la cabeza
recostada sobre la mesa de roble, flanqueada por dos copas vacías. La policía
encontró huellas en ambas: unas eran del fallecído, las otras nunca fueron
identificadas.
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