El griterío producía escalofríos.
Ante sus ojos se dibujaba un amasijo de hierros, sazonado con carne y vísceras,
que le erizaba el corazón. Durante los primeros segundos, afectado por el
shock, no hizo otra cosa que deambular de un lado a otro del vagón, ajeno al
entorno de desolación que se le presentaba. Recordaba estar adormecido cuando salió despedido de su asiento golpeándose la cabeza al
colisionar con el pasajero que ocupaba la plaza frente a él. Quedó
momentaneamente aturdido al lado de un cuerpo inerte; sin saber a ciencia
cierta si lo que estaba viviendo era real o una horrible pesadilla. Experimentó
un leve mareo al levantarse y comprobó que tenía una brecha en la ceja como
consecuencia del impacto.
Una
vez que se serenó, se puso un pañuelo a modo de venda y comenzó a prestar los
primeros auxilios. Como médico estaba capacitado para valorar la situación de
los heridos, cumpliendo a rajatabla la norma de atender primero a aquellos que
tenían alguna posibilidad, para posteriormente ocuparse de los que consideraba
prácticamente desahuciados. Otros viajeros colaboraban en la tarea, obedeciendo
escrupulosamente sus órdenes.
Estaba
tan impresionado por el suceso, a la par que concentrado socorriendo a las
víctimas, que le llevó un tiempo reparar en que viajaba acompañado de su reciente
esposa. De hecho, precisamente estaban disfrutando de su luna de miel en el
Orient Express. Empezó a llamarla de modo desesperado hasta que una débil
respuesta le vino del pasillo que llevaba a los lujosos baños. La encontró tendida boca arriba, con una
fuerte hemorragia en el muslo además de
otros dos pequeños regueros de sangre que manaban de nariz y oídos. Mientras se
disponía a ayudarla, sus ojos se posaron en un cuerpo cianótico que pertenecía
a un bebé de no más de un año. Además de la coloración azul el pequeño también
sufría convulsiones. Se le presentó entonces un terrible dilema: ¿De quién debía ocuparse en primer lugar? Sabía
perfectamente la respuesta, pero en su caso ésta era extremadamente difícil de
aceptar. No obstante, se mantuvo fiel a su juramento hipocrático, centrándose en
el niño hasta que otro médico le dio puntual relevo en la labor de reanimación.
Para cuando volvió con su amada era ya demasiado tarde y tan sólo pudo
despedirse de ella con un apasionado beso que no obtuvo recíproca respuesta.
Fueron treinta y seis los fallecidos en el fatal accidente, entre los que también se
encontraban los padres de la criatura. Ligados, al haber sufrido ambos la
pérdida de lo más preciado, se convirtió en su tutor y le proporcionó sustento
hasta que alcanzó la mayoría de edad. A partir de ese momento fueron perdiendo
el contacto de forma paulatina.
Por su parte, aquel
siniestro día supuso el inicio de una macabra competición contra la muerte, cuyo
objetivo era tratar de retrasarle la apropiación de la mayor cantidad de almas
que pudiese. Se entregó de pleno a la investigación médica, aplicando novedosos tratamientos y realizando arriesgadas intervenciones a pacientes terminales para conseguir su completa recuperación. Hasta hoy había salvado
nada menos que a noventa y ocho
personas. Eso le daba un saldo a favor de sesenta y dos, por lo que no tuvo
más remedio que aceptar el hecho de que en realidad la pérdida de su mujer
había sido beneficiosa para el mundo, aunque para él hubiese significado
condenarse voluntariamente a una esclavitud al servicio de la sociedad. Se sintió inquietamente feliz por la victoria en tan singular partida e inició el esbozo
de una sonrisa triunfal que no llegó a completarse, debido a la fotografía que mostraba en ese instante el televisor de la cafetería del hospital:
Su "protegido" era el autor de una matanza provocada mediante un devastador ataque suicida.
El balance de víctimas inocentes alcanzaba precisamente la cifra de sesenta y dos,
a las que había que sumar una muerte más: la del propio terrorista.
No hay comentarios:
Publicar un comentario