miércoles, 25 de enero de 2012

El Concierto del Siglo

Maridaje musical: Las cuatro estaciones. El invierno III Alegro (Vivaldi)



Todo el pueblo estaba alterado por la noticia. Una pequeña localidad de no más de mil habitantes tenía el inmenso honor de acoger el auténtico concierto del siglo. Nunca un evento tuvo una denominación más acertada, pues la orquesta protagonista fue presentada como aquella cuya extraordinaria singularidad era ofrecer su magistral repertorio una vez cada cien años. El acontecimiento se anunció con una semana de antelación; tiempo sobrado para seleccionar al público asistente. El único requisito: ser mayor de edad; la entrada era gratuita y la selección debía ser totalmente al azar entre los voluntarios. Nadie conocía a los músicos; éstos aparecerían en el escenario en el momento inicial del concierto y se irían sin demora a la finalización del mismo. Declinaron agradecidamente cualquier tipo de agasajo o remuneración por parte de la corporación municipal, insistiendo en que su misión era transmitir felicidad centenaria y que se sentirían sobradamente pagados con la energía y entusiasmo que recibieran de la audiencia. Casi todos los adultos de la villa se postularon como espectadores.

   Llegó el día señalado. El pequeño teatro con un aforo de poco más de un centenar de personas estaba completamente abarrotado. Tan sólo pasaba un minuto de las ocho de la tarde cuando se apagaron las luces. De forma inmediata comenzó a amanecer en escena a la vez que un gran telón ascendía lentamente, dibujando tras de sí una estampa asombrosa. Inmóviles tras sus atriles, cincuenta músicos perfectamente uniformados con oscuros trajes sobre blancas camisas, esperaban con actitud marcial la llegada de su director. Todos eran ya ancianos. Las manos de los que estaban situados en vanguardia quedaban perfectamente visibles por el público de las primeras filas. Unas falanges huesudas cimentadas en prominentes nudillos, descansaban sobre los respectivos instrumentos musicales, ansiosas por ofrecer toda su magia. El silencio era ensordecedor y los asistentes comenzaron a intercambiar cómplices miradas a medio camino entre ternura y asombro. Entonces apareció el Maestro. Sin duda era el más viejo de todos; casi no podía levantar los pies del suelo y se movía mediante ligera fricción entre las suelas de sus zapatos y las tablas. A duras penas era capaz de mantener el cuerpo erguido y sin embargo abortó con un rápido y cariñoso gesto el intento de ovación con el que se le pretendió tributar. Dando la espalda a la orquesta se dirigió a la concurrencia, anunciándoles el concierto de sus vidas, con dos partes bien diferenciadas: El pasado y El futuro. Acto seguido, se giró grácilmente, sacó su pequeña batuta y la agitó con firmeza en sincronía con los primeros acordes.

    El primer movimiento trasladó inmediatamente al auditorio a su más lejana infancia. Al abrigo de  violines, chelos y clarinetes revivieron el amor de una madre, la protección paterna, los pequeños disgustos infantiles… A continuación experimentaron de nuevo los cambios fruto del inicio de la adolescencia, la felicidad de enamorarse, la sensación del primer beso. A ritmo de percusiones entraron en la etapa adulta. La rutina del trabajo y los esporádicos momentos de verdadera felicidad eran transmitidos mediante armoniosas melodías que quedaban apagadas por el rítmico sonido de los timbales. El final de la primera mitad del concierto enlazó directamente con la segunda sin tiempo para fútiles aplausos que no harían sino quebrar el hechizo. Entonces comenzó la representación musical del porvenir. Toda la orquesta al unísono interpretó indescriptibles melodías con notas irreales emitidas en imposible cadencia. Los presentes se entregaban en cada momento. La energía musical fluía torrencialmente desde el escenario al patio de butacas y éste le devolvía en compensación fuerza y sentimientos vitales. A medida que avanzaba el concierto, los músicos se veían más ágiles, más jóvenes, más vivos; mientras que la audiencia se iba consumiendo fruto del virtuoso y virtual paso de los años. En esta dinámica transcurrieron dos horas en las que más de cien almas experimentaron colectivamente la totalidad de sus individuales vidas. Los últimos acordes de la ahora joven y renovada orquesta sonaron a réquiem, como homenaje póstumo a un público que ofreció generosamente lo más valioso que poseía. No hacía falta ninguna postrera ovación. Recogieron sus instrumentos y desaparecieron con el mismo misterio con el que surgieron, mientras caía el telón. En la platea un centenar de cadáveres con rictus de felicidad en sus arrugados rostros, descansaban en absoluta paz.

martes, 17 de enero de 2012

Antídoto

Maridaje musical: Oxygène -Part II- (Jean Michel Jarre)



Escribo esta carta desde la más absoluta resignación. No me queda demasiado tiempo antes de que vuelva a suceder. Los desvanecimientos son cada vez más frecuentes y prolongados. Presiento que el último y definitivo está muy cercano. Llevo un tiempo resistiéndome al envío de una declaración como ésta, pues es muy posible que ahora, al leerla, tú también te estés condenando. Pero ya no hay remedio.


    Todo comenzó hace un par de días. Me desperté relajado y descansado, aunque con una sensación de ligero hormigueo dentro de mi cabeza. Transcurrieron unos segundos antes de que reparase dónde me encontraba. Me había quedado dormido sobre el teclado de mi ordenador personal. Estaba algo confuso y no recordaba lo último que  había hecho antes de caer rendido, sin duda fruto del estrés laboral de la última semana. Me sorprendió comprobar que apenas había estado dormido dos minutos y sin embargo me sentía bastante fresco y dispuesto para continuar mi trabajo. Me alegré por ello y esa noche la pasé en vela, realizando labores de lectura y posterior respuesta a correos electrónicos que habían echado raíces en mi bandeja de entrada y que debido a su antigüedad, bien podrían hacer que la pantalla adoptase un tono sepia al abrirlos. Tras seis horas ininterrumpidas de intensa actividad me acosté agotado. Dormí profundamente y de nuevo desperté muy relajado. Habían pasado sólo diez minutos. Se inició en mí una preocupación que rechacé inmediatamente al comenzar a prepararme un té con leche. No había por qué alarmarse; a fin de cuentas lo sucedido constituía una ventaja, ya que iba a permitir que me pusiera al día en relación con las múltiples tareas que tenía pendientes. Estaba inmerso en esta reflexión cuando constaté que lo que me estaba llevando a la boca era vino en lugar del pretendido té. Al menos eso era lo que mi sentido visual decía, en contradicción con mis papilas gustativas que recibían el estímulo de un delicioso té caliente. Aquello, además de preocupante, me pareció gracioso y quise compartirlo con mi hermana. Cogí el teléfono y me dispuse a marcar pero no obtuve tono…


   Volví en mí unos quince minutos más tarde. Estaba tumbado en medio del salón; a mi lado descansaba un cenicero de plata. Recordé que había iniciado una llamada, pero comprobé que mi móvil seguía dentro del armario, en el bolsillo de mi chaqueta. Aquello me resultó muy extraño y me ocasionó un estado de pánico. No recordaba el número de mi hermana e instintivamente se me ocurrió enviar un breve mensaje solicitando ayuda, a todos los integrantes de mi agenda telefónica. Lo que me estaba sucediendo no correspondía a una pérdida de memoria, sino que era más bien una nueva disposición, totalmente desordenada, de los conocimientos almacenados en mi cabeza. Mi cerebro contenía en ese momento un revoltijo de información, como si todas las estanterías donde descansaba todo mi saber se hubiesen venido abajo, cayendo sobre un motón de neuronas con sinapsis incorrectas. Repasé mis álbumes de fotos: identificaba personas y lugares pero el nombre de los mismos nunca coincidía con lo que estaba escrito en el reverso.  Comencé a comer a mordiscos una manzana con gusto a tomate y tacto de cebolla; pretendí mover la pierna y lo que se movió fue mi brazo; me entraron irrefrenables nauseas y sin embargo... me oriné encima…


   Me vi reanimado de nuevo tras ocho horas de desmayo. Siempre que vuelvo a la vigilia me encuentro bien, con todo en orden, pero mi mente comienza a colapsarse cada vez con más rapidez y el periodo de inconsciencia crece de manera exponencial. La última vez no fueron más de diez minutos de lucidez; justo el tiempo para acercarme al ordenador con intención de enviar un correo electrónico a toda mi lista de contactos. Abrí la aplicación que gestiona mi correspondencia y volví a ver el mensaje recibido dos días atrás con el siguiente asunto: “antídoto.” Recordé entonces su simple contenido: una imagen intermitente de una jeringuilla en cuyo pie se podía leer la frase “proceso de desinfección iniciado”. Por un momento pensé que se trataba de un virus, pero lo cierto es que mi computador no experimentó ningún síntoma extraño en todo este tiempo. ¡Qué equivocado estaba! Un nuevo correo recién llegado a mi cuenta me acaba de dar todas las claves. El efecto destructor del antídoto va dirigido a la especie humana. Los dispositivos electrónicos son inmunes y actúan como meros transmisores. Yo he sido seleccionado al azar para iniciar un proceso imparable cuya propagación ha comenzado con mis mensajes indiscriminados. El origen está situado fuera del planeta. Todo antídoto tiene siempre como objetivo erradicar de un paciente el virus o veneno que amenaza su existencia.

miércoles, 11 de enero de 2012

Una vida compartida

Maridaje musical: "I will find you" (Moya Brennan)



Estaban hechos el uno para el otro y a pesar de todo solamente tres veces tuvieron contacto. La primera fue cuando ambos apenas contaban unas horas de vida. El hospital en el que vinieron al mundo sufrió una gran inundación en el pabellón de maternidad y tuvieron que trasladar de inmediato a todos los bebes recién nacidos. Aquello era un hervidero de enfermeras porteando capazos, como si fueran hormigas obreras trasladando la comida a buen recaudo. Para que la improvisada mudanza pueril fuese más rápida, en algunas de las diminutas cunas viajaban dos pequeños. Ese fue el primer y único viaje de novios que tuvieron.

    Él creció sano y feliz. Buen estudiante y con una madurez inusual desde su más tierna infancia. Todo lo que hacía, lo hacía a conciencia. Tanto en el trabajo como en la diversión siempre tenía que ser el mejor. Ella por el contrario era débil y enfermiza. Podría decirse que su hogar era la sala de espera de pediatría del centro de salud. Pasaron casi veinte años antes de que se produjese un nuevo punto de intersección en sus respectivas trayectorias vitales. Fue en un concierto de rock. El destino quiso que estuviesen muy próximos entre sí cuando se produjo la avalancha que oprimió sus cuerpos. En un acto reflejo él la cogió de la cintura y tiró de ella, tratando de atravesar el torrente humano que discurría de manera implacable hacia la estructura metálica que constituía el escenario. Nadando literalmente en ese río de gente lograron alcanzar la orilla exhaustos. Ella estaba semiinconsciente por el shock y la falta de aire. Mientras llegaban los miembros de protección civil le practicó los primeros auxilios y consiguió reanimarla realizándole la respiración boca a boca. Ese fue su segundo contacto y constituyó su primer y único beso. Mientras la acompañaba hacia la ambulancia sus miradas se cruzaron por primera y última vez. Debido al gran tumulto y griterío reinante no repararon en preguntarse nombres ni direcciones y de nuevo se separaron. A los dos les quedó una sensación de nostalgia y tristeza, como cuando estás en el mejor de los sueños y el despertar acude para destruirlo cual brisa que derriba un delicado y hermoso castillo de naipes. Sus cuerpos se habían reconocido por el tacto a pesar de que eran unos extraños el uno para el otro.

    Él continuó con su vida: Tuvo gran éxito en todos los aspectos y aunque nunca se decidió a formar una familia, podríamos decir que todas sus aspiraciones quedaron satisfechas más temprano que tarde. Ella siguió con su particular calvario. En el chequeo rutinario que le realizaron tras el episodio sufrido en el concierto, le descubrieron una lesión degenerativa en su corazón. Su rutina durante los siguientes veinte años consistió en continuas entradas y salidas de hospitales, convirtiéndose finalmente en permanente huésped de una habitación de clínica cuyas inseparables compañeras eran una botella de oxígeno y una máquina que emitía sonidos cada vez más asíncronos. Cuando esperanza y tiempo se agotaban al unísono, un órgano de un donante compatible apareció milagrosamente. En la mesa de operaciones, justo cuando el nuevo corazón ingresó en su cavidad torácica, se produjo el tercer contacto entre ellos. El último y definitivo. Unidos ya para siempre apenas doce horas después de que él hubiese sufrido el fatal accidente automovilístico. Dos semanas más tarde salía del hospital llena de vitalidad; con una felicidad que le salía de las entrañas. No había posibilidad de rechazo. Aquel día, con cuarenta años a sus espaldas, nació de nuevo. Estaba completamente decidida a vivir intensamente la otra mitad de su existencia.