viernes, 24 de febrero de 2012

Amistad traicionada

Maridaje musical: Cello suite nº 1 en G Major, BWV : Prélude (Johann Sebastian Bach)



Subió las escaleras a una velocidad endiablada; llamándola desesperadamente. Era tal su ansiedad por llegar, que en un par de ocasiones adelantó ambos pies al unísono y a punto estuvo de dar con sus huesos en las duras baldosas que pétreamente forraban los escalones. Al llegar ante la puerta del apartamento no era capaz de acertar con la llave adecuada. Abrió por fin y corrió por el largo pasillo gritando su nombre. Pasó por todas las estancias de la casa sin encontrarla, hasta que se detuvo en seco ante la puerta del baño. Estaba cerrada, pero dejaba escapar un débil halo luminoso por debajo, presagio de la tragedia que se presentía al otro lado. Giró, temeroso, el pomo y entró con sigilo. Sumergida hasta el cuello en una solución sanguínea estaba el amor de su vida. Presentaba una apariencia tranquila, como si la muerte, más que sorprenderla, la hubiese invitado a descansar en su regazo. Entonces metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y extrajo la carta que le había traído hasta allí con la vana esperanza de poder llegar a tiempo. La leyó de nuevo tras desplomarse como una marioneta a la que le cortan los hilos; con las piernas anudadas y la espalda torpemente apoyada contra los aturquesados baldosines que cubrían las paredes:

Nuestro primer contacto se produjo cuando ambos éramos tan solo unos niños. Fue algo repentino e inesperado. Estabas aburrido y comenzaste a hablarme, invitándome a jugar contigo. Nos divertimos juntos en el jardín durante toda la tarde, mientras tu madre estaba demasiado ocupada preparando la cena navideña y tu padre se encontraba trabajando. Desde aquel primer encuentro nos citábamos a escondidas a diario para experimentar juntos todo tipo de aventuras fruto de tu gran imaginación y fantasía. Cuando nos cansábamos, nos metíamos en casa para proseguir con nuestro entretenimiento mediante alguno de los muchos juegos de tablero que poseías. Las tardes lluviosas las pasábamos en la cabaña anexa, morada de los aperos de jardinería propiedad de tu padre. Fue allí donde él nos sorprendió por primera vez, esbozando una pequeña sonrisa antes de dar media vuelta tras tomar una azada. Ese suceso te animó a hablarle de mí a tu madre, que me aceptó con toda naturalidad, llegando incluso a poner un plato más a la mesa en alguna de las íntimas comidas familiares. Desconozco cuál fue la razón, pero lo cierto es que un buen día nuestra férrea amistad dejó de ser bien recibida por tus progenitores y trataron por todos los medios de separarnos. Poco a poco te fuiste distanciando, dejando de demandar mi compañía y terminaste por ignorarme completamente. En un primer momento asumí tu pérdida con gran desolación pero hace unos días he decidido que tu traición no puede quedar impune y me he propuesto hacerte ver que continúo muy presente en tu vida aunque tú siempre me hayas presentado como el “amigo invisible.” Esta mañana me he citado con tu querida novia y me propongo darte un buen escarmiento en sus propias carnes. No te librarás de mí tan fácilmente….”

     Volvió a guardar el escrito y se puso en pie, aturdido, con el gesto inexpresivo. Ni siquiera tenía empuje para derramar las lágrimas embalsadas en sus párpados inferiores.  Se dirigió al salón y descolgó el teléfono para marcar a continuación el número de la policía. Mientras esperaba la llegada de los agentes repasó una vez más el mensaje de su “querido” amigo, al cual le había prestado su propio puño y letra para que pudiese escribirlo.

viernes, 17 de febrero de 2012

Vida contemplativa

Maridaje musical: A passage of life (Kitaro)



Mis progenitores eran unos apasionados de las obras de arte. Como además gozábamos de una razonablemente buena salud económica, nuestro domicilio parecía una especie de mini museo repleto de esculturas y pinturas. De todas ellas, el cuadro que regiamente presidía el salón era mi favorito. Se trataba de uno de los sublimes paisajes urbanos de Antonio López: una desértica avenida madrileña repleta de edificios con multitud de ventanales y terrazas. Si se observaba desde la distancia adecuada, parecía talmente una fotografía realizada con infinito esmero y dotada de la iluminación perfecta. Nunca me cansaba de mirarlo, esperando quizá descubrir un movimiento de cortina en alguna de las ventanas, seguido de la aparición de una furtiva cara vigilante. Podía pasarme horas con los ojos clavados en el lienzo hasta hallar un nuevo y desconocido trazo, una muesca en cualquiera de las cornisas, un chicle aplastado en el asfalto…Para mí era sin duda alguna, la obra perfecta.
   
La tarde de la jornada que constituyó mi decimoctavo cumpleaños, mientras esperaba a que mi madre terminase de realizar unas cuantas llamadas telefónicas, destinadas a ultimar los detalles organizativos de mi “fiesta sorpresa”, me dediqué una vez más a mi afición predilecta. De pronto, creí ver una fugaz y sutil oscilación tras una diminuta cristalera que pertenecía a una buhardilla. Me acerqué hasta casi rozar la tela con la punta de mi nariz y en ese momento una irresistible fuerza tiró de mí, elevándome del suelo y empotrándome literalmente en el cuadro. Me vi transportado a lo más parecido al interior de una nube. Todo a mi alrededor era de un blanco tan luminoso que tuve que cerrar los ojos. Había una total ausencia de perspectiva espacial, lo que me produjo una fuerte sensación de mareo. Instantes después, una pequeña superficie de la albina atmósfera se fue disipando formándose una abertura; una tronera que daba precisamente al salón de mi domicilio. Allí estaba mi querida madre, llamándome con gran preocupación. Le contesté, le hice señas, traté de acercarme a ella; pero todo fue inútil. Por más que me esforzaba con garganta, pies y manos no era capaz de llamar su atención. Intenté tomar carrerilla para lanzarme por el hueco y aterrizar en el suelo de la sala de mi hogar pero fue en vano. Mis acelerados pasos no produjeron ningún avance espacial pues no había rozamiento que me hiciese progresar en aquella celda de algodón. ¿Dónde me encontraba? ¿Qué me había sucedido? Más gente de mi familia comenzó a llegar y el desasosiego aumentaba con cada nuevo visitante. Yo me sentía absolutamente impotente y no podía hacer otra cosa que contemplarlos mientras lloraba desconsoladamente. Pasaron varias horas hasta que comencé a asumir mi situación. Entonces comprendí que formaba parte de la obra pictórica que tanto me entusiasmaba. Raptado como  una doncella por su amado pretendiente. Condenado a vivir encerrado, con la sola distracción de poder observar un pedazo de la vida de otros a través de un ventanal. No necesitaba comer pues no tenía ninguna sensación de hambre. Mi cuerpo no experimentaba ningún cambio y nada me demandaba. La dimensión temporal era inexistente en mi calabozo con vistas. Tan solo mi mente evolucionaba, obteniendo datos mediante los dos únicos sentidos activos: la vista y el oído. Cuando me convencí de que nunca saldría de aquel lugar, empecé a disfrutar de él a mi manera. Haciendo lo que mejor se me daba: observar. 

Durante muchos años fui testigo de todo lo que pasaba en la estancia a la que daba mi prisión. Desde el privilegiado balcón que me ofrecía el paisaje urbano contemplé toda actividad desarrollada en la gran pieza. No necesitaba dormir y ningún detalle se me escapó. Al principio me hablaba a mi mismo pero con el tiempo dejé de hacerlo y simplemente pensaba y contemplaba. Aprendí el lenguaje corporal hasta tal punto que podría decirse que era capaz de adivinar el pensamiento y sabía exactamente cuándo alguien mentía.

Un buen día, debido a la precaria situación económica al invertir toda su fortuna en mi búsqueda, mis padres tuvieron que vender el cuadro de Antonio López y con él me alejaron para siempre de su lado sin saberlo. Entonces mi claraboya hacia el mundo quedó ubicada en la sala de juntas de uno de los mejores bancos del momento. Allí continuó mi aprendizaje sobre la miserable condición  humana. Fui testigo de todo tipo de sucias maniobras y conocí los oscuros secretos que se escondían detrás del desmesurado e imparable crecimiento de la entidad. Con el “crack” económico todo se fue a la quiebra y los bienes fueron embargados y subastados. Entre ellos mi guarida. Me convertí en el escondido inquilino de la mansión de un multimillonario. Asistí como convidado de piedra a las clandestinas reuniones que se celebraron en aquel inmenso despacho. Supe todos los detalles de los execrables movimientos de los más importantes líderes mundiales y di notarial fe de innumerables complots. Pasé largas temporadas en museos de distintos rincones del mundo, conociendo fugazmente todo tipo de gentes, escuchando brevemente infinidad de conversaciones, estudiando afanosa y compulsivamente a los de mi especie. Así transcurrieron más de doscientos años.

Finalmente, hace unos meses, el vehículo volante que transportaba piezas de arte entre dos pinacotecas sufrió un aparatoso accidente. Algunas de las obras quedaron muy deterioradas. Una de las víctimas fue mi mazmorra, en la cual se abrió un buen boquete por el que salí despedido al exterior. Me alejé corriendo y tras varios minutos me percaté de lo bien que respondía mi cuerpo después de tan larga inactividad. La recuperación paulatina de mis sentidos perdidos y la aparición de sensación de hambre y sed me provocaron un gran llanto de felicidad. Mi reloj biológico, tras una pausa de más de dos siglos, comenzó de nuevo a funcionar. Mi cuerpo estrenaba su mayoría de edad formando equipo con la mente más experta que pueda albergar un ser humano. La vida en la Tierra era muy distinta debido a los importantísimos avances en todas las materias.

Hoy Las máquinas dominan el mundo, pero no de la forma en la que lo predecían las películas de mi infancia. La realidad es que ellas constituyen la única mano de obra existente. Están al servicio de la nueva especie humana y son utilizadas en la práctica totalidad de las actividades. Así pues, su dominio reside en que se han hecho absolutamente imprescindibles. Al mismo tiempo que su importancia crecía, se han ido transformando las capacidades intelectuales del hombre. La mayor parte de los habitantes del planeta serían considerados en mi época como autistas. Conocen a la perfección el uso de los dispositivos más sofisticados pero son incapaces de realizar los más simples razonamientos. Existe una raza superior, que al no tener acceso a la tecnología fue conservando gran parte de su inteligencia. Hoy son los auténticos líderes y poseen mucho poder. Las desigualdades cognitivas son enormes y podría decirse que la división mundial es binaria: Por un lado está la pequeña cúpula medianamente inteligente y por el otro una gran masa que vive en la más absoluta indigencia mental. Los primeros aún mantienen intacta la miserable condición humana y se aprovechan de los segundos hasta la extenuación. Yo los conozco muy bien y voy muchos pasos por delante de todos. Me he pasado el equivalente a tres vidas visionando un interminable documental sobre la evolución de la humanidad.

jueves, 9 de febrero de 2012

Ella




Apenas era un adolescente cuando la conocí. Estaba con mis mejores amigos en uno de los guateques que en aquella época se organizaban con frecuencia, cuando apareció de repente en la fiesta. Desconozco quién fue la persona que la trajo pero lo cierto es que nada más llegar se convirtió en el centro de atención de todos los presentes. En un primer momento he de reconocer que no me cayó demasiado bien, no obstante en poco tiempo me quedé totalmente prendado. Me acompañó durante varios años en los que sólo vivía por y para ella. Un buen día, sin previo aviso, la dejé. Poco después conocí en la Universidad a la que habría de ser mi esposa; me casé y tuve dos hijos.

Años más tarde se volvió a cruzar en mi camino y de nuevo sucumbí a sus encantos. Se lo oculté a mi mujer pensando que sería algo pasajero. Sin embargo mis visitas a aquel apartamento clandestino se convirtieron en una rutina. Todas las tardes de los lunes y los jueves, subía ansioso las escaleras que daban al oscuro zaguán; llamaba al timbre y una vez que se abría la puerta iba directo a la habitación del final del pasillo donde me esperaba pacientemente. Después de dos horas de aislamiento de todos mis problemas y tras dejar un par de billetes de cien euros bajo el cenicero de la mesita de noche, volvía relajado a mi casa con una gran sonrisa de felicidad. Nuestros encuentros siempre eran en aquella vieja alcoba. Éstos se fueron haciendo cada vez más frecuentes y mi economía se veía fuertemente resentida. Ella sólo se ocupaba de hacerme feliz sin formularme ningún reproche ni obligarme a elegir. Bien sabe Dios que amaba a mi mujer y sin embargo era incapaz de acabar con aquella ruindad que me degradaba como persona. Cuando su influencia sobre mí me llevó a ponerla por delante de mi familia, sentí vértigo y se me planteó el dilema más duro e importante de mi vida. En un momento de sensatez volví a tomar la firme determinación de abandonarla. Al principio fue muy duro pero en un par de semanas comencé a sentirme liberado de su embrujo. Estaba orgulloso de mí mismo sin sospechar la venganza que me preparaba. 

De alguna manera entró en contacto con mi cónyuge y también la cautivó. Ahora era mi compañera la que la frecuentaba e incluso la traía a nuestra casa en mi ausencia. Yo nunca me había atrevido a tanto. Un día, al volver al hogar, encontré una ambulancia estacionada frente al portal. Subí en el ascensor preguntándome la identidad del vecino que necesitaba asistencia. Al salir al rellano me di de bruces con un policía que salía de mi casa. El griterío que emanaba de mis dos hijos aceleró mi paso al entrar en el domicilio, y a la carrera, desoyendo los consejos del agente que me seguía sin poder darme alcance, irrumpí en nuestro dormitorio. Inerte, tendida sobre la cama, yacía mi esposa. La tira de caucho en el brazo izquierdo junto con la jeringuilla aún insertada en la vena, me confirmaron que Ella, mi amada heroína, había sido su despiadada asesina.

jueves, 2 de febrero de 2012

Fuga de Moebius



Maridaje musical:


Nos conocimos a una edad negativa. Podríamos decir que tuvimos contacto sensorial antes de nacer. Nuestras madres compartían una desmesurada afinidad hacia todo lo que olía a Ciencia Ficción. Devoraban novelas y visionaban películas en su tiempo libre casi compulsivamente. Creo que nos transmitieron esa afición por vía umbilical y como no podía ser de otra forma, la heredamos. Crecimos en un ambiente de naves espaciales, universos paralelos, viajes en el tiempo,… Cuando nos correspondió matricularnos en la Universidad, los dos lo tuvimos muy claro: ¡Física, por supuesto! Al finalizar los estudios montamos una pequeña empresa de diseño y fabricación de componentes electrónicos. Nos fue muy bien y enseguida comenzamos a contratar empleados hasta llegar a disponer de más de un centenar. Como cualquier inicio de un proceso dinámico en ausencia de rozamiento, nuestro negocio generaba ingresos de manera uniformemente acelerada. Eso nos permitió venderlo al cabo de cinco años por una cantidad de dinero escandalosamente grande y a partir de ahí, con toda nuestra vida resuelta en la plenitud de los 28 años, nos dedicamos en cuerpo y alma a lo que verdaderamente nos gustaba: Intentar traer a la realidad algún aspecto de la Ciencia Ficción.

      Trabajamos con entusiasmo, codo con codo, con la tranquilidad que da el no depender económicamente del éxito de nuestros experimentos. De todo el abanico de posibilidades, fijamos nuestro objetivo en dos aspectos: Los universos paralelos y la construcción de bucles en la dimensión temporal. Fue una época tremendamente divertida a pesar de que nuestros esfuerzos no obtuvieron los resultados esperados. En una ocasión a punto estuvimos de conseguir un avance importante en el segundo de nuestros propósitos. La idea era  poder construir una especie de secuencia cíclica en la que un mismo espacio de tiempo se repitiese indefinidamente, atrapando en su interior a alguno o incluso a todos los protagonistas. Demostramos con detalle los aspectos teóricos que hacían viable la edificación de dicho calabozo temporal. Descubrimos que el tiempo no es una simple línea, sino un entramado formado a partir de una infinidad de hilos. Cada persona, animal o cosa tiene el suyo propio y todos se entrelazan mediante las relaciones, constituyendo un tejido infinito que va cambiando de manera continua. Cada hilo queda interrumpido, apagándose con un desvanecimiento con la desaparición de su dueño y el gran tapiz crece, se deshilacha en algunas zonas y se vuelve a tejer en otras en un avance perpetuo. Conseguimos aislar una de estas briznas cuyo propietario era un cobaya que teníamos en el laboratorio. Posteriormente fuimos capaces de  calcular una pequeña previsión de su trayectoria y nos dispusimos a realizar un corte en el futuro y una posterior reinserción también futura pero en un momento anterior. Si todo iba según lo previsto, en primer lugar atravesaríamos el punto de inserción sin que nada ocurriese. Posteriormente, al llegar al punto de corte el roedor quedaría atrapado en el rizo, con lo que su filamento temporal no seguiría creciendo mientras que los nuestros continuarían su camino. El éxito del experimento supondría la desaparición repentina del pequeño animal de su jaula, quedando condenado a vagar eternamente repitiendo el bucle. Lamentablemente no ocurrió lo esperado y al alcanzar el instante teóricamente inocuo, la silueta del cobaya parpadeó momentáneamente para posteriormente estallar en pedazos y disolverse sin dejar rastro. Habíamos ido demasiado lejos en nuestro intento de jugar a ser dioses. Esa noche tuvimos una importante discusión. Yo estaba agotado y era partidario de hacer un paréntesis en nuestras investigaciones; de tomarnos una temporada para recapacitar y reformular nuestras vidas futuras. Él estaba entusiasmado con el resultado de la prueba. Vistió de triunfo el fracaso y apostó por revisar todo el desarrollo teórico. No le cabía duda de que el fallo estaba en la reinserción. Se mostraba ansioso por rehacer los cálculos y preparar un nuevo ensayo. Yo, unilateralmente, había decidido coger un descanso y así se lo dije. No pareció importarle lo más mínimo y con la mirada ausente, como si no hubiese escuchado mis palabras, me dijo: “como quieras…”

      Me embarqué en un largo viaje por el mundo durante cinco años que me supuso una necesaria oxigenación mental. Hace dos días que he vuelto y esta mañana, muy temprano, me despertó una llamada de mi querido amigo. Aunque no habíamos tenido contacto durante el último lustro, me saludó sin gran entusiasmo, como si nos hubiésemos despedido el día anterior y me comunicó que había resuelto el problema. Al principio no le creí pero cuando me aseguró que había realizado varios experimentos exitosos, se volvieron a reavivar en mí las brasas de la investigación sobre las que había echado una buena cantidad de tierra durante los últimos años. Le interrogué para que me avanzase dónde se encontraba el error. Me explicó brevemente que las hebras temporales eran en realidad finísimas cintas planas, flexibles, con dos caras. El anverso es el principal guardián de la información, mientras que el reverso, aunque es también grabable, suele permanecer virgen. La operación clave en la fibra tras realizar el corte y previamente a la inserción sobre sí misma, fue aplicar un movimiento de torsión en uno de sus extremos. Así pues, el bucle en realidad tenía la forma de una cinta de Moebius. Mi magma investigador aplacado durante tanto tiempo, entró en erupción volcánica cuando me comunicó que sería testigo directo del primer ensayo con un humano. Me estaba comentando algo relacionado con un injerto para producir un alargue en la cinta temporal, cuando colgué el teléfono dejándole con la palabra en la boca. Ni siquiera pregunté quién sería el incauto que condenaría su existencia en una repetición periódica e interminable de sus últimos minutos. ¿Acaso mi amigo tenía una forma de revertir la situación? ¿Era capaz de volver a soltar el bucle? Incluso en el caso de que así fuese y se liberase el hilo permitiéndole continuar con su crecimiento, podría verse modificada su trayectoria dando lugar a resultados impredecibles. Todas estas cuestiones se repetían en mi cabeza como una letanía, mientras ingresaba en mi coche.

      Salí conduciendo de mi garaje y me dirigí con gran rapidez hacia el laboratorio, asumiendo que estaría en el mismo sitio de siempre. No llevaría más de veinte minutos al volante  cuando al tratar de bajar de marcha con la idea de detenerme en un paso de cebra, mi mano derecha no encontró la palanca de cambios y el automóvil aceleró bruscamente al pisar a fondo el embrague. Clavé el pedal del freno al suelo del vehículo y éste se detuvo tras derrapar durante unos metros. Contemplé aturdido la transformación que se había producido. La palanca de cambios había emigrado de derecha a izquierda llevándose consigo el asiento del copiloto y en general toda la parte diestra del coche, dejándome a mi pegado a la puerta izquierda, que ahora estaba a mi derecha. Un pertinaz claxon me hizo reparar en la fila de coches que tenía frente a mí. Todos ellos estaban en dirección contraria a la mía y los conductores de las primeras posiciones de la cola me dedicaban airados gestos sacando sus manos por las ventanillas, exigiendo que me apartase. Simultáneamente, por mi izquierda circulaban los coches que llevaban mi misma dirección. Aquello carecía de sentido y llegué a pensar que todo era producto de un sueño. Entretanto, decidí quitarme de en medio para no seguir acrecentando el violento clima reinante que fluía hacia mi persona. Volví a embragar y el acelerón causó un sonoro bramido. ¿Qué demonios estaba ocurriendo? Intuí sobre la marcha que de la misma forma que ambos lados del automóvil se habían permutado, esta transposición había afectado igualmente a todo lo que me rodeaba. Tuve que hacer un gran esfuerzo para convencer a mi extremidad inferior de que acelerase al mismo tiempo que mi mano izquierda engranaba la primera marcha. A continuación pisé ligeramente el embrague y moví mi coche, reanudándose el tráfico con normalidad. No había duda de que estaba soñando. La sospecha quedo completamente confirmada cuando comencé a visualizar difusas alucinaciones. En ellas me veía a mí mismo hablando por teléfono, saliendo de mi apartamento, dirigiéndome a mi vehículo…Parecía que hubiesen grabado mis primeras actividades del día y ahora estuviesen proyectando la película  a mi paso. Recordé situaciones  similares en las que al sintonizar un canal televisivo  nos encontramos con que en esa misma frecuencia también reside otro que provoca una débil interferencia. Como seguramente estaba dormido, me tomé la situación a broma y no sin dificultades continué mi viaje. A menudo tenía que parar el coche para pensar con calma qué pedal pisar o qué giro realizar. La emisión secundaria que mostraba mis actos matutinos me acompaño durante todo el trayecto. Finalmente avisté el edificio que albergaba mi destino. Cuando me encontraba inmerso en la búsqueda de un lugar para estacionar, de improviso me ví de nuevo a la salida de mi garaje. Derecha e Izquierda volvieron a ser coherentes. Entonces tomé conciencia clara de la situación.

      En esta ocasión yo era el cobaya humano intérprete principal del experimento y el intercambio lateral tenía mucho que ver con la forma del bucle. Si comenzamos a movernos sobre una cinta de Moebius mirando hacia la derecha, a mitad del recorrido nos descubriremos mirando hacia la izquierda aunque nuestra cabeza se haya mantenido inmóvil durante el paseo. Me sentí traicionado y formulé al aire varias preguntas: ¿Se trataba de una broma pesada? ¿Era una venganza de mi colega por haberle dejado  solo durante todos estos años? ¿Cómo podía ser capaz de hacerme esto?  Me puse en el caso peor y me dije que si había una solución en forma de fuga, tendría que encontrarla por mi mismo. Emprendí nuevamente el viaje hacia el laboratorio con gran celeridad. Cuando alcancé el momento de lateralidad traspuesta me puse en el carril de la izquierda para evitar colisiones. Este tramo era especialmente difícil, pues debía poner los cinco sentidos en la conducción para no cometer errores. Además coincidía con esa especie de interferencia de imágenes que me distraían y que no acertaba a comprender.

      Arribé una vez más al aparcamiento, esperando la regresión mientras rastreaba la zona en busca de un sitio en el que dejar mi coche. Sorprendentemente, aquella no se produjo y conseguí aparcar.  Agarré la manilla de la puerta para salir del vehículo y me encontré cerrando mi apartamento. ¿Qué significaba esto?  ¿Acaso la vuelta atrás era aleatoria? ¿Cómo era posible que hubiera podido avanzar más en el lazo antes de producirse el “flash-back”? ¿Por qué tuvo éste una amplitud mayor que la primera vez? Repetí una y otra vez el camino, mientras trataba de descifrar aún más la situación. Me fui acostumbrando a la permuta izquierda-derecha y la conducta bajo sus efectos era más fluida. Lo peor era sin duda el manejo  de los pedales y la irritante proyección cuyo significado aún ignoraba. A medida que me iba familiarizando con los cambios que se producían durante el trayecto, era capaz de recorrerlo a mayor velocidad. En numerosas ocasiones logré salir del automóvil antes del salto atrás pero nunca fui capaz de entrar en el edificio donde se ubicaba el laboratorio. En dichas ocasiones el punto de retorno me llevaba al interior de mi domicilio, justo al instante en el que colgaba el teléfono de forma apresurada. Repasé todo lo que conocía fruto de mis viejas investigaciones sobre el tema, tratando de obtener datos en cualquier rincón de mi memoria; reproduje palabra por palabra la última conversación telefónica. En alguno de los ciclos estuve a punto de tener un accidente debido a mi mayor concentración en la búsqueda de respuestas. Eso me hizo ver que de alguna forma poseía cierta capacidad de maniobra en algunos tramos del bucle. La principal excepción eran los primeros minutos de cada vuelta.  Por mucha voluntad que tuviese en cambiar alguna cosa durante esos momentos, no podía desviarme ni un ápice del guión establecido. No sé cuántas vueltas completé hasta que me formé una idea medianamente razonable del vórtice en el que estaba inmerso.

      La pieza que completaba el puzle me la proporcionó precisamente el contenido de la frase inconclusa de nuestra última charla. Años atrás habíamos explorado de manera teórica la posibilidad de crear “tiempo extra”, pero desistimos por motivos de complejidad. La cuestión es que una vez aislado un hilo temporal, resulta prácticamente imposible seguir considerándolo en solitario en su recorrido inverso pues eso significaría ausencia total de interacción. Lo razonable es que dicha vuelta atrás se realice en el seno del propio tapiz de fibras. En un primer momento nuestras predicciones del futuro eran de corto alcance, con lo que la porción de filamento disponible para formar el bucle era verdaderamente pequeña. Contemplamos la posibilidad de generar tejido temporal, pero cejamos rápidamente en nuestro intento. Sin duda mi compañero había resuelto de alguna manera el inconveniente, creando un trozo artificial a partir de la predicción de mi hilo real, uniéndolos posteriormente antes de construir la cinta de Moebius. En consecuencia si consideramos la cinta dividida en cuatro partes, tan sólo una de ellas tenía el futuro firme e inalterablemente escrito. Ésta era la que iba precisamente desde el inicio hasta el primer punto de inserción del trozo artificial. Determiné que dicho punto era justo el momento en el que yo salía del garaje, pues a partir de ahí notaba una cierta flexibilidad y capacidad de decisión para modificar mis acciones. Las otras tres partes las constituían ambos lados del injerto y el reverso virgen del hilo primario. Ese 75% del camino tenía grabado un débil patrón, a modo de boceto, heredado de los filamentos de la trama con los que estaba en contacto y era el que de alguna manera podía ser modificado por mi actitud. En cualquier caso la influencia era muy liviana y casi quedaba restringida a imprimir mayor o menor velocidad en el cíclico recorrido. Descifré también la causa de la misteriosa proyección subliminal. Al recorrer la cinta de Moebius por el reverso del tramo inicial, los acontecimientos grabados en el mismo cobraban ligera presencia. Esta señal junto con la permuta de los lados izquierdo y derecho me permitió determinar el lugar en el cual el filamento “extra” quedó unido al otro segmento de hilo, cerrando la cinta. Descubiertos los dos primeros tramos que constituían la mitad del bucle, resultaba sencillo despejar el resto. Tuve que realizar unos cuantos giros más hasta que fui capaz de conducir en el mundo del revés a la vez que me fijaba en la proyección. El instante en el que ésta me mostró a mí mismo saliendo del garaje, quedó marcado como final del tercer tramo e inicio del cuarto.

      Por otro lado, desde mi “particular” e interno punto de vista, descubrí una propiedad más, no esperada ni tenida en cuenta en los desarrollos teóricos que conocía. La cinta de Moebius parecía buscar un estado de equilibrio cuya consecución implicaba que una vuelta completa tuviese una duración preestablecida, al cabo de la cual, independientemente de dónde me encontrase, se producía el salto. Sin embargo, tiempo y espacio son indisociables y no pueden ser considerados uno independiente del otro, por lo que la modificación de las velocidades mientras atravesaba las partes “blandas” brindaba la posibilidad de no completar el ciclo exactamente en el tiempo prefijado. Cuando eso ocurría, todo el proceso aparentemente se recalculaba y la transición inversa me situaba en algún lugar distinto del inicial. Mediante una simple medición descubrí que el tiempo entre saltos era de una hora. Asimismo  observé que cada regresión me llevaba a una zona de la cinta que no dependía del camino recorrido sino del lugar en el que me encontrase cuando se agotaban los sesenta minutos. Entonces comprendí la razón por la que al no haber realizado presumiblemente un giro completo en el primer intento, fui transportado al exterior de mi garaje. Eso hizo que en la segunda ocasión pudiese llegar algo más lejos en la cinta de Moebius y por tanto el sistema me envió a un instante anterior al de la primera vuelta. En un determinado momento afloró en mi mente la siguiente cuestión: ¿Qué ocurriría si en alguna de las partes en las que puedo influir decido quedarme quieto? Tras meditarlo unos instantes resolví que esa actitud podría ser enormemente peligrosa y eventualmente significar mi destrucción. Si, por ejemplo, me detenía en el segundo tramo del cíclico viaje, que constituía la primera parte de fibra artificial, la regresión se produciría sin duda a un punto fuera del único trozo “real” de hilo. Un lugar poco recomendable al tratarse de un terreno difuso que va tomando forma una y otra vez en cada vuelta. Dependiendo del lugar, mi detención podría provocar en el proceso la necesidad de realizar un salto hacia delante, generándose una discontinuidad en la trayectoria de consecuencias imprevisibles. Llegué a la conclusión de que adentrarme en el cuarto tramo era la manera de obtener el billete para un nuevo giro, pues no me cabía duda de que a la hora de producirse el salto éste se efectuaba desde la posición actual hacia su simétrica con respecto al punto medio del bucle, el cual quedó bautizado como: “punto de dislexia lateral”.

      Una vez que conocí con exactitud los momentos de inicio de cada una de las cuatro partes comenzó la fase de búsqueda de una estrategia de escape. Si mis suposiciones eran acertadas y conseguía llegar al final del periodo en los consabidos sesenta minutos, volvería exactamente al punto de inicio absoluto del bucle y quizás en un esfuerzo supremo pudiese evitar una nueva iteración. Confiaba en que dicho punto estuviese debilitado debido a la cicatriz provocada por la inserción y en que mi voluntad fuese lo suficientemente robusta para crear una minúscula fractura que me permitiese la fuga. En cualquier caso aunque la probabilidad de lograrlo se me antojaba remota fue lo único que se me ocurrió hacer.

      Una vez tras otra perseguí como un poseso la consecución del objetivo formulado, pero las enormes y consabidas dificultades me impedían hacer todo el trayecto en una hora. Además, cuanto más avanzaba en un giro, más lejos de la meta tenía que iniciar el siguiente. Estaba completamente agotado física y mentalmente. Sin embargo eso me hizo pensar en fórmulas más sencillas, sin buscar soluciones complicadas. Empecé a reír descontroladamente cuando hallé una estrategia prometedora. Comencé mi n-ésimo giro con la esperanza de que fuese el penúltimo. Tras esperar  un  minuto a modo de margen de seguridad después de que proyectaran mi imagen saliendo del garaje, me detuve. Estaba a unos cincuenta metros de la entrada del aparcamiento. Esperé impacientemente el salto temporal con la esperanza de que me llevase al lugar adecuado. Éste se produjo con una puntualidad extrema y aparecí al volante de mi automóvil unos segundos antes de revivir, quizá por última vez, el momento que acababa de ver en la película. Ese fue mi disparo de salida; mi semáforo verde de inicio de una carrera de fórmula uno cuyo premio podría suponer mi libertad. Pisé a fondo el acelerador; lo intercambié con el embrague en el momento preciso; no cometí ningún error en los cambios de dirección y finalmente tomé la curva de entrada del estacionamiento público a una velocidad límite. Dejé el coche prácticamente tirado y salí del mismo sin preocuparme de cerrar la puerta tras de mí. Entré en el edificio y subí las escaleras de cuatro en cuatro. Aunque mi destino estaba en la septima planta, no podía arriesgarme a sufrir cualquier percance en el ascensor. Corrí por los pasillos como nunca antes lo había hecho. Experimente una sensación extraña al sentir mi corazón palpitar atropelladamente en la parte derecha de mi cuerpo. Al fin entré bruscamente en el laboratorio cuando mi tiempo tocaba a su fin. Mi amigo me recibió con una gran sonrisa de venganza cumplida y me dedicó un ademán de despedida. No tuve tiempo para articular palabra pues se había completado la iteración.

      Una llamada de teléfono me despertó. A pesar de todo mi desgaste, estaba preparado y saqué fuerzas de flaqueza para reprimir la acción de coger el auricular. En el momento en el que iba a darme por vencido, el timbre dejó de sonar. Me fundí sobre la cama en lágrimas de felicidad. Cuando volvió la calma me levanté y comencé a escribir mi experiencia. Ignoro cuánto tiempo he pasado encerrado en el bucle. También desconozco qué rumbo habrá tomado mi hilo temporal después del quiebro realizado a mi destino. Aún no he salido de mi casa para comprobar en “dónde” y en “cuándo” me encuentro. Al término de este escrito lo haré aunque, sinceramente,  eso en estos momentos me trae sin cuidado.