lunes, 26 de marzo de 2012

Nairobi

Maridaje musical: "In Existence" (Beautiful world)

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El sudor comienza a aflorar en mi frente a modo de cálido y salado rocío sobre un tapiz cutáneo. Llevo apenas medio minuto de sprint bajo un tórrido sol y aún me quedan unos  ciento cincuenta metros para la meta. A mi alrededor se extiende una vasta llanura de herbáceo terreno, salpicada de árboles de un intenso verde clorofila. Mantengo cierta ventaja sobre mis felinos perseguidores pero no estoy seguro de poder alcanzar el objetivo final. Todo por mi empeño en captar una buena instantánea sobre el cortejo y apareamiento de dos leones en el seno de una manada de más de diez ejemplares. Siempre he sido un gran aficionado a la fotografía, lo que me ha provocado algunos problemas aunque ninguno de la magnitud de éste en el que me encuentro ahora. A medida que me acerco al Jeep desde el que mi esposa se desgañita para que yo no desfallezca, me doy cuenta de lo mucho que la amo y lo poco que la he respetado durante la mayor parte de nuestra vida en común. Mientras incremento la pedestre velocidad con renovados ánimos trato de pensar en las pretéritas vivencias que directa o indirectamente me han llevado a Nairobi.

      Confieso que nunca le he sido fiel a mi pareja hasta este último año. Desde que nos conocimos e iniciamos una relación, no he dejado de comportarme como un depredador sexual, tratando de seducir a cuantas mujeres atractivas me he encontrado. En cenas de trabajo, juergas con amigos o meses de verano en los que me encontraba de “rodríguez”, no he desaprovechado la oportunidad de salir de “cacería” con el objetivo de lograr una presa que llevarme al lecho. Además, siempre dejé constancia fotográfica de mis  “carnales trofeos” para mi deleite personal a posteriori. Curiosamente en estos momentos dos leonas, muy diferentes a las que yo acechaba en bares y discotecas, van devorando la distancia que me separa de ellas. Soy consciente de que mi actitud ha sido absolutamente despreciable. De todas formas, aunque parezca increíble, quiero a mi esposa; siempre la he querido. Hace poco más de un año, seguramente fruto de mi tardía madurez, decidí que no podía seguir poniendo en permanente riesgo mi vida sentimental. Dejé mi trabajo e invertí todos mis ahorros en un negocio de turismo y aventura en Nairobi, pensando que el cambio de aires nos iría bien. Destruí todas las imágenes acumuladas en mis tiempos de promiscuidad y comenzamos una nueva vida en Kenia. Nada más llegar me enteré de que el nombre “Nairobi” proviene de una frase masai que significa "el lugar de aguas frescas" y consideré que eso era un buen presagio. Viajé sólo en primera instancia para ir preparando el terreno: Inicio de los trámites de creación de la empresa, búsqueda del alojamiento adecuado…La frenética actividad y mi entusiasmo ante la fuerte apuesta realizada, me hicieron olvidar mi obsesión por el sexo fuera del matrimonio. Cuando sólo llevaba unos días en la ciudad conocí a Ayira: una preciosa mujer que me cautivó desde el primer instante. Ella me acompañó continuamente y constituyó mi tabla de salvación durante las semanas en las que estuve solo. Se convirtió para mí en una auténtica y verdadera amiga; ni más ni menos. 

      Antes de partir de vuelta en búsqueda de mi esposa, Ayira y yo decidimos que no podíamos mantener nuestra sana amistad. En la cena de despedida le conté mis antecedentes y me sinceré con ella como no lo había hecho nunca. Escuchó pacientemente todas mis confesiones y a continuación, a modo de absolución, me besó por primera y última vez. Luego nos sacamos una foto que posteriormente me dedicó y finalmente me dirigí al aeropuerto. Ese beso selló mis labios para féminas ajenas al matrimonio y supuso la cura definitiva de mi infidelidad compulsiva. 

      Sólo me quedan una decena de metros para llegar al vehículo. Estoy agotado pero la posibilidad de éxito me hace sacar fuerzas de flaqueza. Apenas me separan un par de zancadas de la más adelantada de las dos fieras que me persiguen. Me parece sentir su cálido aliento a la altura de mis pantorrillas y le grito a mi mujer para que se haga con la pistola de bengalas que siempre llevo en el parasol retráctil del todoterreno, con la esperanza de que un disparo frene el ímpetu de los felinos y me permita introducirme sano y salvo en el automóvil. La foto debió caerse al coger el arma. Alcanzo la manilla de la puerta justo en el preciso instante en el que mi amada esposa pulsa el botón que clausura herméticamente el habitáculo. El primer zarpazo me desgarra el glúteo. El mayor dolor me lo produce ver a mi cónyuge con los ojos inundados, apretando contra el cristal la fotografía en la que yo sonrío en compañía de Ayira. En el reverso, la dedicatoria supone la laceración de sus sentimientos al mismo tiempo que mis carnes. Mi último pensamiento es precisamente esa frase escrita meses atrás: “Por los maravillosos momentos vividos.  Ayira, Octubre 2011.”

viernes, 16 de marzo de 2012

Trasplantado

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La primera reacción fue de incredulidad. Estaba sentado a un lado de la mesa; tensamente tranquilo, como suele ser común en esas situaciones; los ojos fijos en su interlocutor; la mirada ligeramente seria pero afable. Del otro lado le llegaron las intranquilizadoras palabras, emanadas de la boca del galeno: “Lamento decirte que el nódulo es maligno. Me temo que es un cáncer.”

      Un mes antes, en el chequeo anual rutinario que el médico familiar le realizó, le comunicó que había un pequeño bulto en su  hígado. “No parece importante”, le dijo, “pero vamos a hacerte una biopsia para descartar males mayores”.  Le practicó las pruebas y resultó que “estaba servido” y no había descarte posible. Tan sólo un trasplante de urgencia podría darle alguna posibilidad de salvación.

      Ahora se encontraba en una encrucijada. Realmente, lo que menos le preocupaba era su enfermedad pues se sentía con ánimo y fuerzas para luchar. Pero, ¿Cómo comunicar su estado a la familia? ¿Cómo decirle a su esposa que le habían puesto fecha de caducidad, precisamente en estos momentos, estando ella embarazada de cinco meses? Para estas tareas le faltaba valor. Por una vez su constitución escuálida jugaba a su favor y evitaría que sus cercanos reparasen en su desmejorado aspecto, labrado a pasos agigantados. Se puso en manos del doctor y siguió pulcramente el tratamiento a base de sesiones de radioterapia y ensaladas de pastillas cuyos nombres no deseaba aprender. Sólo se sinceró con su mejor amigo. A él no se lo podía ocultar, máxime siendo toda una autoridad en materia de Investigación Genética. ¡Qué contrasentido! Tenía un colega experto en Genética y no era capaz de fabricarle un hígado nuevo en un par de meses para substituir la enorme “uva pasa” que últimamente realizaba sus funciones hepáticas. Sin embargo, la extrema gravedad de la situación hizo que su querido camarada se decidiese a retomar un viejo experimento que tenía congelado desde hacía un tiempo, debido a las enormes dificultades que implicaba llevarlo a cabo, amén de otras inconfesables cuestiones. Para ello era imprescindible obtener una muestra del líquido amniótico, placenta y quizá alguna célula del bebé que se estaba gestando en el vientre de su esposa. Después vendrían unas complejas tareas de ingeniería genética y un tratamiento con frecuentes inyecciones del producto sintetizado a partir de las muestras tomadas al feto. En un principio se mostró reacio pero fue convencido y accedió a administrarle un somnífero a su mujer, bajo cuyos efectos se realizó la extracción de las preciadas substancias.

      Durante los meses siguientes simultaneó ambos tratamientos con fidelidad; sin hacer preguntas, como quien juega con dos barajas con la esperanza de obtener una buena mano que le haga ganar la partida: Por un lado estaba el procedimiento “oficial” suministrado por su médico de cabecera, a la par que amigo de la familia. Por el otro, se sometía clandestinamente al experimento diseñado por su compadre del alma. Ni uno ni otro parecían surtir el efecto deseado y cada vez se sentía más débil y enfermo, hasta el punto de que ya le resultaba muy difícil aparentar normalidad delante de su familia. Sin embargo, mientras su médico se mostraba sincero y trataba de prepararlo para el inminente y fatal desenlace, su fiel amigo  derrochaba optimismo argumentando que todos los pasos teóricamente predichos se estaban cumpliendo escrupulosamente. Cuando la situación estaba a punto de tornarse insostenible, inventó un supuesto viaje de negocios para evitar sincerarse con su mujer. Tal vez estaba siendo egoísta, pero no quería pasar el mal trago que supondría la declaración de su cercana muerte a sus seres queridos. Había decidido dejar este mundo con la sola compañía de su colega de la infancia, a pesar de que éste trataba de animarlo diciéndole que el proceso experimental iba por buen camino.

      Una lluviosa mañana de abril el experto genetista, mientras le administraba una de las inyecciones, le pidió que le informase si finalmente el experimento resultaba exitoso. Como cobaya humano él sería el primero en darse cuenta, si todo funcionaba correctamente y tendría la responsabilidad de revelarlo u ocultarlo. Entre el delirio y los dolores, ni comprendía ni deseaba comprender lo que estaba escuchando. De hecho, en su agonía, no diferenciaba realidad de alucinación. Coincidiendo con una horrible punzada exhaló un profundo suspiro y cerró los ojos con el último latido de su corazón.

      Todo estaba oscuro. De pronto una pequeña ventana de claridad emergió más adelante. “Así que esta es la famosa sensación de encontrase en el interior de un túnel que se percibe durante el tránsito hacia la muerte”, pensó. Con gran esfuerzo se dirigió hacia la luz, reptando. Al llegar, alguien tiró de él con fuerza y se sintió elevado en el aire. No era capaz de ver nada; tan sólo distinguía una gran luminosidad. Le sorprendió una repentina sensación de resquemor en su glúteo y no pudo evitar un fuerte llanto. “Eso era…¡No puede ser! ¡Aún debo de estar alucinando!”, se dijo mentalmente. Pero sus sospechas parecían confirmarse cuando notó alrededor de su cuerpo un cálido abrazo, mientras la voz de su esposa trataba de tranquilizarlo llamándole “mi pequeñín.”

      Despertó con sensación de hambre y trató de hablar pero lo único que emitió fueron unos guturales sonidos. Mientras alguien lo levantaba de nuevo en volandas escuchó claramente la reveladora frase: “Cariño; ¡es precioso! La verdad es que todo lo planeado nos ha salido a pedir de boca”. Reconoció el tono vocal de su médico y comenzó a llorar como un bebé. Tenía por delante suficiente tiempo para pensar, planear y decidir. Recordó las últimas palabras que escuchó de su apreciado amigo y entonces las comprendió. También tendría que meditar sobre esa cuestión. Ahora, lo importante era desarrollarse convenientemente. Abrazó con sus labios el pezón que se le ofrecía y comenzó a succionar con fuerza.

viernes, 2 de marzo de 2012

Los tres mosqueteros

 
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Siempre he sido un cobarde y he buscado la protección en los más cercanos. Mi infancia está repleta de bellos momentos a pesar de que crecí en un Orfanato. No conocí a mis padres. El primer recuerdo que conservo es el de la agradable pradera que se podía ver desde la ventana del primer piso del edificio principal. Una verde llanura con una larga y sinuosa cicatriz labrada por el estrecho camino que llegaba desde la remota carretera. Al fondo, como un decorado propio de un montaje escénico, se recortaban afilados picos con níveas cimas desde Octubre a Mayo.

     Formábamos un trío inseparable. Nos hacíamos llamar “los tres mosqueteros”. Dos chicos y una bella muchacha siempre juntos. Ella era sin duda la líder del grupo; la más fuerte y decidida. Eligió el nombre de Aramis. Yo era Portos, el débil; siempre pesimista e indeciso. Atos era el cerebral, el ingenio, la pausa. Gracias a ellos crecí protegido por un cálido clima de alegría, repleto de diversión y risas. Teníamos nuestra guarida secreta en unas ruinas cercanas; en la base de la espigada chimenea perteneciente a una vieja tejera abandonada. Disponíamos de luz gracias a una lámpara de aceite que Atos había fabricado. Incluso creamos una contraseña secreta: “D’Artagnan”, imprescindible para poder acceder al cuartel general. Nuestras reuniones comenzaban y finalizaban con el susurro del nombre del cuarto mosquetero, como quien invoca a un espíritu para que se una al grupo. Todo nuestro tiempo libre lo empleábamos en dar rienda suelta a nuestra inmensa fantasía, que yo alimentaba con mis continuas ocurrencias surgidas de mi inagotable imaginación. Así fuimos cumpliendo años hasta llegar a la adolescencia. Entonces unos negros nubarrones se cernieron sobre nuestro férreo grupo debido a la imperativa norma que obligaba a separar chicos y chicas. Aramis sería trasladada a una residencia femenina hasta la mayoría de edad, quedándonos Atos y yo desamparados ante la desaparición de nuestra guía. Yo estaba desolado y no hacía más que llorar como un cobarde. Entonces Atos propuso una solución: “Escapémonos juntos; es la única manera de preservar nuestra cuadrilla”. Tenía toda la razón. Tardamos dos semanas en hacer acopio de comida y ropa para poder subsistir durante nuestro viaje sin retorno. Fuimos muy cautos y nadie reparó en los pequeños hurtos que cada día se iban produciendo en la cocina. Llegó el día señalado y preparamos las mochilas. Como nuestras habitaciones estaban en pabellones distintos, acordamos vernos de madrugada en nuestra sede secreta para partir juntos desde allí hacia lo desconocido. Yo me encontraba especialmente nervioso y Aramis lo sabía; por eso se presentó en mi habitación a eso de media noche. Tenía una belleza extrema, una hermosura que casi dolía. Trató de tranquilizarme acariciándome pelo y cara. Cuando sus delicados dedos rozaron mi boca supimos que estábamos hechos el uno para el otro. La unión de nuestros labios, en lo que constituyó mi primer beso, desató la pasión. Fue la primera y única vez en mi vida que hice verdaderamente el amor.

      Una hora más tarde, Aramis salió hacia su alcoba para recoger la mochila. Yo me quedé ultimando algunos detalles de mi equipaje. En un par de horas nos veríamos de nuevo en el escondite bajo la chimenea. De pronto comencé a sentir vértigo por las consecuencias que sin duda traería al grupo el acontecimiento desencadenado entre nosotros. La sensación de culpabilidad crecía de manera monstruosa y me devoraba por dentro. Una vez más, mi cobardía afloró con gran intensidad y me dejó completamente bloqueado. Permanecí durante toda la noche sentado en la cama, vestido, junto a la mochila, cual estatua de mármol. Al amanecer dieron la voz de alarma ante la desaparición de dos internos. Nunca los encontraron. Durante los tres años siguientes, que permanecí en el centro hasta alcanzar la mayoría de edad, jamás volví a acercarme siquiera a las ruinas que antaño visitábamos juntos a diario.

      Esta mañana, después de casi quince años desde la última vez que nos vimos, me he tropezado con Atos.  Creo que nuestros corazones se vieron antes y para cuando nuestras miradas se cruzaron ya estábamos fuertemente abrazados, llorando como niños. Los zurrones repletos de sentimientos que portábamos en el alma explotaron al unísono mientras las preguntas, explicaciones y narraciones interrumpidas por interminables abrazos se sucedían sin atisbo de fin. Fiel a mi cobardía, me abstuve de preguntarle por nuestra querida Aramis, pues no me sentía preparado para la respuesta. Fue él quien en un momento dado se atrevió a dar el paso: "¿Todavía continuáis juntos?", me dijo. La mueca de sorpresa que se formó en mi rostro le dejó atónito. Entonces me contó que aquella noche, cuando se levantó para acudir a la cita encontró una carta que había sido deslizada bajo su puerta. En ella Aramis le contaba lo sucedido un par de horas antes y le confesaba que era su intención partir sola conmigo para comenzar una vida en común. Lo mejor sería que él siguiese un camino distinto y no apareciese esa noche por el lugar de encuentro. Confiaba en que comprendiese la situación y le prometía que volveríamos a vernos algún día, cuando se cerrase la herida que en ese momento se abría debido a la súbita amputación que sufría el grupo, de la que ella se sentía responsable. Atos, con su talante tranquilo, esbozó una sonrisa y de alguna manera se sintió realmente feliz por nosotros. Aquella madrugada tomó un camino distinto, convencido de que Aramis y yo iniciábamos unidos una nueva etapa.

       Cuando fue mi turno y le conté entre sollozos mi parte, quedó desolado. Ambos tuvimos la sensación de haber deambulado a la deriva durante los últimos quince años. Finalmente volvíamos a estar juntos pero nos faltaba ella para sentirnos completos. Una vez más su capacidad de análisis y su poder de convicción venció a mi pesimismo, además de proponer una prometedora herramienta de búsqueda de nuestra líder. Nos dirigimos a mi casa y me animó para que entrase en mi perfil de facebook e iniciase la búsqueda.

-          ¿Qué nombre pongo?, inquirí.
-          Aramis, por supuesto.

Salieron dos centenares de usuarios con nombre o pseudónimo Aramis. Pacientemente los fuimos revisando hasta dar con uno cuya foto de presentación mostraba una vieja chimenea de ladrillo. Al lado figuraba un correo electrónico y un número de teléfono. De no estar Atos conmigo nunca me hubiese atrevido a dar el paso. Sin embargo su presencia me obligó a marcar los dígitos. Después de cuatro tonos, una voz surgió al otro lado. Me parecía increíble oír exactamente el mismo timbre vocal de adolescente que tan bien conocía. No había cambiado un ápice. Por primera vez desde que éramos niños la llamé por su nombre de pila: ¿Sara? La respuesta obtenida por la familiar voz me dejó de piedra:
 
-          Mamá, preguntan por ti.

      En estos momentos, Atos está a mi lado, acercando la cabeza al auricular como si quisiese introducirse por el mismo, intentando averiguar lo que ocurre. Mientras esperamos, escuchando el vertiginoso martilleo de nuestros propios corazones, miramos a golpe de ratón el resto de fotos del perfil facebook de mi único amor. En una de ellas, una muchacha de no más de 14 años nos sonríe con la boca de Aramis. La nariz y los ojos son indudablemente míos… Una femenina voz me devuelve a la realidad:

     -   ¿Diga? ¿Quién es…?

Siempre he sido un cobarde…Pero esta vez no estoy dispuesto a dejarme derrotar y escucho las palabras surgir de mi boca. Como en los viejos tiempos, comienzo con la contraseña:
-          D’Artagnan…  Soy Portos…