lunes, 23 de abril de 2012

El diario

Maridaje musical: Car Crash (Michael Nyman) (Enlace Youtube)


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Desenvolvió el regalo con nerviosismo simulado. Era el enésimo paquete al que desgarraba su vestimenta de vivos colores. Sobre la mesa auxiliar que se mantenía firme a su lado, descansaban los presentes desnudados con anterioridad. Relojes, rosarios, medallas y algún que otro libro, formaban una especie de bazar de objetos que le suscitaban escaso interés. En esta ocasión, lo que apareció tras el velo de papel fue un juego de escritura compuesto por una estilográfica y un bolígrafo, completado con una especie de cuaderno nacarado provisto de una pequeña abrazadera que lo mantenía cerrado.

-          “Es un diario” -  le dijo su madre – “Yo también recibí uno el día de mi primera comunión. Es muy antiguo aunque nunca haya sido estrenado.”

El chico lo adjuntó al montón al mismo tiempo que lanzaba un falso agradecimiento acompañado de una sonrisa forzada.

        Algún tiempo después, mientras hurgaba en los cajones de su mesita de noche buscando fotos para renovar el  carnet de la biblioteca juvenil, sus manos rozaron la cubierta de nácar y en un acto reflejo se cerraron como un cepo apresando el objeto, para mostrarlo a continuación cual preciado trofeo. Sonrió ante la inesperada reacción y abrió la diminuta presilla de forma inconsciente. Sin apenas darse cuenta se encontró escribiendo algunas frases en la primera página de su literaria cápsula del tiempo. De alguna manera, al redactar torpemente las vivencias del día, se convenció de que un diario mantenido de forma adecuada es una caja fuerte de sucesos, sentimientos y emociones pertenecientes al pasado; una celda que mantiene encerrados acontecimientos pretéritos susceptibles de ser revividos nuevamente con cada lectura futura. Pero para ello hay que ser muy preciso en las descripciones, cosechando hasta los mínimos detalles antes de almacenarlos ordenadamente en el silo, preparados para su consumo posterior. 

        Tras ese primer contacto se sucedieron otros. Cada día, al regresar del colegio, se metía en su habitación, cogía decididamente la pluma y reproducía fielmente en las blancas páginas los hechos acontecidos. Nació en él una obsesión que se desarrolló a gran velocidad: “Ser capaz de tener el diario completamente actualizado”. Pronto se dio cuenta de que si lo conseguía sería algo efímero, pues una vez alcanzado el presente éste quedaría convertido en pasado y por tanto debía ser añadido al interminable relato. Se conformó con poder sentir durante una milésima de segundo el placer de tener todo el pasado atrapado. Se aplicó en cuerpo y alma para lograr su gran reto. Sin embargo, por más que se esforzaba, plasmar pormenorizadamente en el diario una sola hora vivida, le llevaba más de sesenta minutos. Así pues, cuanto más engrosaba su redacción, mayor se hacía la pila de eventos a relatar y más lejos estaba de su obsesivo objetivo. Además, aunque escribía con gran rapidez, mientras lo hacía acaecían cosas a su alrededor que también tenían que ser descritas. Cualquier interrupción por parte de alguno de sus progenitores, movimiento en la calle observado a través de la ventana o mínimo suceso percibido por alguno de sus sentidos, había que retratarlo con palabras de manera exacta. Como defensa ante la situación, trató de aislarse de la realidad en la acertada idea de que aquello que no fuese advertido estaría exento de ser narrado. Se concentró exclusivamente en el acto de construir frases, palabra a palabra, mientras a su alrededor todo le resultaba transparente.

        Cuando su madre entró en la estancia al ver que no respondía a sus llamadas, lo encontró inmóvil, inclinado sobre el diario, con la pluma fuertemente cogida y en contacto con el papel. Estaba “desconectado”, convertido en una estatua de carne y hueso que sólo era capaz de realizar las funciones indispensables para mantenerse con vida. El diario estaba “soldado” a su mano y fue imposible extirpárselo. A duras penas, podía leerse la postrera frase: “…En este momento escribo la última palabra de mi diario.”

domingo, 15 de abril de 2012

Pasión ardiente



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Era más de media noche cuando entró en la capilla. No supuso ningún problema abrir el templo, ya que como Hermano Mayor de la cofradía tenía una copia de la llave. Encendió una veintena de velas y las colocó alrededor del Paso de Semana Santa que se alzaba majestuoso, ocupando prácticamente todo el volumen de la estancia. En menos de dos horas, la iglesia y sus alrededores se convertirían en un río de gente donde la multitud se agolparía para contemplar, un año más, el milagro que suponía que medio centenar de costaleros fuesen capaces de sacar sobre sus cervices tamaña escena de la Pasión de Jesús. Observando comparativamente la sagrada imagen y el dintel de la puerta de la capilla, cualquiera apostaría que era materialmente imposible la extracción. Año tras año el público se hacinaba afuera, defendiendo posiciones a base de empujones y algún que otro codazo, para ver a un grupo de jóvenes que literalmente reptaba una distancia de veinte metros transportando sobre el colectivo espinazo un cuadro de la Semana Santa compuesto por seis figuras; dos de ellas ecuestres. En primer plano estaba Pilatos, frente a un Nazareno con la espalda descubierta atado a dos gruesos postes de madera. Detrás, dos fornidos esclavos presentaban una actitud agresiva propinando alternativamente latigazos al dorso del Mesías. Ligeramente apartados, una pareja de Centuriones Romanos contemplaba la escena a lomos de sus enormes caballos alazanes.

                “Esta vez tendrás un verdadero sufrimiento”, murmuró el cofrade mientras colocaba el bidón de gasolina junto al pequeño altar del sagrado sitio. “Hoy llegó el momento de que pagues por todo el mal que me has hecho”. Se encaramó a la plataforma que sustentaba la escena y como un personaje más, fue rociando todas y cada una de las tallas de madera que daban vida a las figuras. Conforme iba vaciando el recipiente que contenía el inflamable líquido, se acrecentaba su ira al repasar todas las traiciones que había sufrido por obra y gracia del Santísimo. 

La primera fue con tan sólo doce años, cuando ejercía de monaguillo en la parroquia de su barrio. Una tarde, mientras se encontraba en la sacristía después de la última misa del día, un golpe de aire cerró la puerta y le fue imposible abrirla de nuevo. Pasó la noche sólo, aterrado y aterido de frío. A la mañana siguiente tuvieron que descerrajar la entrada para propiciar su salida. En otra ocasión, algunos años más tarde, una de las pétreas esculturas que presidían el pórtico de la iglesia se le cayó encima fracturándole tres vértebras y postrándolo en una silla de ruedas durante varios meses. Tras una larga rehabilitación volvió a caminar pero nunca más pudo correr. Como “buen cristiano” y convencido por su párroco, consideró que esos acontecimientos debían llenarle de júbilo y reforzar su amor al Señor, ya que le habían sobrevenido para poner a prueba su fidelidad y acabarían dando paso a tiempos de gran dicha. Así, también soportó estoicamente el fallecimiento de su madre al atragantarse con la Sagrada Forma tras comulgar, un Domingo de Resurrección.

Ingresó en la Hermandad y su compromiso incondicional le hizo ganarse la admiración de los cofrades, siendo propuesto para ocupar el cargo de Hermano Mayor. Aceptó entusiasmado, presintiendo el comienzo de los esperados momentos felices. Poco después conoció a una bella muchacha y tras un año de noviazgo se prometieron. La ceremonia nupcial se celebraría en la basílica escenario de sus desgracias, como prueba de la ausencia de rencor por su parte. En el día señalado, cuando el sacerdote que oficiaba la boda formuló la pregunta cuya tradicional respuesta es un “sí, quiero”, lo que surgió de la boca de su amada fue un “no puedo”, manifestando a continuación su deseo de ingresar como novicia en un convento. Humillado, dirigió su mirada hacia el Cristo crucificado que presidía el Altar Mayor y creyó ver en él una sonrisa burlona por haberle robado la novia. Entonces consideró que ya no pondría nunca más la “otra mejilla” y decidió vengarse de una vez por todas.

Observó por última vez la cara de sufrimiento del Nazareno y lanzó la botella de vidrio llena de combustible, de la que salía una lengua de trapo y fuego. Con un apagado estruendo, la eclesiástica sala quedó iluminada. Las llamas danzaban devorando ávidamente las siluetas de madera, llegando incluso a acariciar, como haciendo cosquillas, la bóveda de la pequeña capilla. Se regaló una última mirada de satisfacción y dio media vuelta para salir de allí. Justo en ese momento uno de los equinos junto con su propio jinete aterrizaron sobre sus torpes y adormecidas piernas y le dejaron inmóvil, boca abajo, a merced del fuego que él mismo había desatado. No intentó liberarse; sabía que sus esfuerzos serían baldíos. Consideró justo acabar así, reducido a cenizas al mismo tiempo que su “enemigo”, al que había servido fielmente durante gran parte de su vida.

Volvió en sí en la cama de un hospital, rodeado de amigos y familiares que recibieron su despertar con gran alegría. ¿Cómo era posible que se hubiese salvado? Le tendieron un periódico local en el que se desarrollaba la noticia: 

Un incendio había sido provocado por un desalmado que se habría colado en la iglesia en algún momento de la tarde, esperando hasta la noche para perpetrar su infernal acción. El descarriado individuo fue también responsable de haber salvado la vida del Hermano Mayor de la cofradía en una especie de arrepentimiento súbito. Sacando milagrosas fuerzas, lo había transportado a cuestas para ponerlo a salvo. Encontraron al pirómano agonizante a las puertas del templo; totalmente deformado como plástico fundido, arrastrando al Hermano Mayor que tenía fracturadas ambas piernas. En cuanto al Paso de Semana Santa, los daños eran importantes pero podría ser restaurado. En cualquier caso, la figura del Nazareno debía ser repuesta, pues había desaparecido misteriosamente sin dejar rastro ni siquiera en forma de cenizas.

Tras leer ávidamente  la descripción de los supuestos acontecimientos, supo con claridad que la verdadera historia se había desarrollado de manera distinta a lo narrado; que ningún familiar, amigo o conocido reclamaría el cadáver de su salvador y presunto pirómano, cuyo cuerpo nunca sería identificado y acabaría por se enterrado en la más estricta soledad. Era el día de Viernes Santo.