viernes, 29 de junio de 2012

Amigos de ley




Alberto Ramos no era precisamente un enamorado de la viticultura ni un entusiasta de la enología. Tampoco vamos a decir que aborreciese las actividades propias del mundo vinícola. Convendremos en que soportaba dichas tareas por pura inercia. Sin embargo se entregaba a ellas en cuerpo y alma desde hacía más de diez años y hoy mismo todo ese esfuerzo había dado sus frutos con la consecución del galardón que perseguía desde el día en que destripó el primer terrón en la finca “Las Paganas”. Su vino tinto “Carlos Alonso” acababa de ganar la Medalla de Oro de Burdeos. El nombre del vino constituía un homenaje a su gran amigo, fallecido años atrás, con el que había adquirido un compromiso que finalmente acababa de cumplir. De modo que una vez que se enteró del fallo del jurado, cogió la urna con las cenizas de su compañero, se encerró en la sala de catas y colocó dos copas sobre la gran mesa de madera de roble: una para él y la otra en honor del espíritu de Carlos. A continuación procedió a descorchar una botella del laureado tinto mientras repasaba el cúmulo de acontecimientos acaecidos durante los últimos veinticinco años.

                Alberto Ramos y Carlos Alonso se conocieron un 24 de Febrero, durante un curso de Enología que se celebraba por aquellas fechas en Madrid. Carlos era hijo y nieto de viticultores y había heredado unos viñedos en su pueblo natal. Su entusiasmo por el mundo del vino era extraordinario. Todo lo que sabía lo había aprendido de sus ancestros y realmente sus vinos tenían una calidad aceptable. Pero sus conocimientos carecían de técnica y manaban más bien fruto del instinto familiar. Necesitaba aprenderlo todo sobre la viticultura para poder tener intuición investigadora en el tema y lograr el mejor caldo que nunca se hubiese embotellado. Por el contrario Alberto Ramos era un vividor que aterrizó en el curso por mera curiosidad, quizá atraído por la posibilidad de probar un buen puñado de vinos excelentes a un precio razonable. En cualquier caso conectaron de inmediato, como cuando en un puzle se encuentran dos piezas duales que encajan a la perfección. Desde ese primer encuentro se convirtieron en inseparables. 

Carlos soñaba con la Medalla de Oro de Burdeos y hacía partícipe a Alberto de sus planes con tal pasión que éste se veía contagiado por el fervor de aquél. Pero estaba escrito que de la tierra de sus fincas familiares no iba a surgir la uva con la que asombraría al mundo y una mañana de Abril inició su actividad mortal la plaga de filoxera que habría de acabar con todas las vides que habían preparado con tanto esmero. Sólo se concedió dos días para lamentarse y al amanecer de la tercera jornada expuso un nuevo plan a Alberto. Vendería su casa y todas sus fincas y se marcharía a California para comenzar un nuevo proyecto. Compraría un buen terreno virgen y lo trabajaría desde cero. Sólo imponía una condición para llevarlo a cabo. Alberto, su amigo de ley, debía acompañarle. Alberto  se sentía demasiado anclado a su ciudad, Madrid, y no tenía ningún interés en embarcarse en una aventura de ese calibre. Sólo de pensarlo sentía vértigo, pero no quería de ningún modo desilusionar a Carlos y, por supuesto, le aterraba tener que separarse de él. Así que lo único que pudo improvisar en esos momentos fue proponer una nueva condición con el objeto de ganar algo de tiempo: él también quería aportar una buena cantidad económica y deberían esperar unos meses hasta que pudiese conseguirla. Carlos en un principio trató de convencerle de que no era necesario pero tras ponerse en el lugar de Alberto entendió finalmente que su postura era razonable. Conforme pasaba el tiempo, impaciencia y nerviosismo se acrecentaban al unísono en el ánimo de Carlos, mientras Alberto sufría por no atreverse a comunicarle a su amigo que no tenía arrestos para acompañarle. Además su sufrimiento se incrementaba al sentirse responsable de cercenar la más que prometedora carrera de Carlos como viticultor de prestigio. Después de meditarlo durante interminables noches de insomnio tomó una firme decisión. Una mañana le comunicó a Carlos que ya disponía del dinero acordado. Sin embargo no podía abandonar Madrid hasta arreglar unos flecos familiares y vender sus últimas posesiones. Por otro lado, era perentorio comenzar cuanto antes, por lo que le propuso a Carlos que se adelantara con todo el dinero y que una vez establecido en California y elegido el terreno le informase de su ubicación. En ese momento se incorporaría él y comenzarían juntos a hacer realidad ese sueño común. Mientras pronunciaba esas palabras, lloraba por dentro al sentirse un vil traidor, pues estaba convencido de que nunca sería capaz de acompañar a Carlos y de que éste jamás iniciaría el viaje sin la garantía de su participación. Aunque parezca un contrasentido, su artimaña era una auténtica prueba de amistad y constituía la llave que abriría la prisión de Carlos, dejando volar su espíritu emprendedor tras liberarlo del lastre que suponía la influencia de Alberto. No sin un buen montón de protestas, Carlos transigió y un 5 de Enero se fundieron en un interminable abrazo en el puerto de Lisboa, junto al barco que llevaba por nombre “Esperanza” y que sería la pasarela a una nueva vida. En la bodega del mismo descansaban una buena cantidad de cepas sanas de tempranillo que habían adquirido a precio de oro. En un zurrón, Carlos llevaba consigo a buen recaudo todo el dinero ahorrado. El suyo y un sobre de buen grosor que contenía la aportación económica de  Alberto. O al menos eso era lo que él pensaba. La realidad era bien distinta, ya que en ese sobre tan sólo había media docena de billetes auténticos que escondían un fajo de recortes de papel. Cuando se diese cuenta del engaño estaría en alta mar sin posibilidad de retorno inmediato y Alberto confiaba en que una vez en América fuese más potente el deseo que el enfado. Si así sucedía, posiblemente ese abrazo tendría una segunda entrega a modo de perdón y reconciliación en el futuro.

Los meses sin noticias de Carlos, pronto se convirtieron en años. Al principio esto a Alberto le pareció de lo más normal teniendo en cuenta la deleznable maniobra urdida por él, pero a medida que pasaba el tiempo una preocupación crecía en su interior de forma acelerada. Carlos no era precisamente una persona rencorosa y por muy traicionado que se hubiese sentido, ocho largos años eran tiempo más que sobrado para aplacar su supuesta ira.  ¿Y si Carlos no había tenido éxito? O peor aún ¿Y si hubiese muerto en el intento?

Más de quince años después de aquella despedida en Lisboa, un domingo de Agosto Alberto abrió la puerta de su casa y se quedó completamente petrificado al ver los expresivos ojos de Carlos Alonso sumergidos en un rostro enormemente castigado por el tiempo. Parecía como si por aquel cuerpo los años hubiesen pasado no una, ni dos, sino hasta tres veces. Tenía ante sí a un anciano de poco más de cuarenta años que se derrumbó en sus brazos. Estuvieron fusionados casi media hora en la que los llantos, las risas nerviosas y los besos fueron los únicos sonidos que salieron de sus bocas. Después, sin dejar de mantener contacto físico, se trasladaron al salón. Era el momento de las disculpas innecesarias y de la obligada reconciliación. Alberto quería y debía ser el primero en hablar, como principal responsable de la larga separación. Sin embargo Carlos le ganó la partida y fue el que tomó la palabra para suplicarle, de manera emocionada, el perdón por todo lo acontecido. Alberto estaba atónito. Su amigo del alma había perdido el juicio y se creía el culpable de todo. Quiso interrumpirle pero desistió ante las prisas de su compañero por relatarle en primer lugar lo sucedido durante todos esos años, como si temiese no tener tiempo a llegar al final. Respiraba con gran dificultad y a menudo tenía que parar unos segundos para recuperar el resuello. Su voz era apagada. Al principio pensó que era debido a la emoción pero más tarde constató que la causa era la mortal enfermedad que le aquejaba. Durante dos horas escuchó sin interrupciones cómo Carlos le contaba su viaje desde Lisboa; lo feliz que se sentía en el barco “Esperanza”, cuyo nombre era sin duda una buena premonición de la perspectiva que tenían por delante. Asistió horrorizado a la narración de los detalles del atraco que sufrió nada más poner el pie en América. No llevaba ni un solo día en la denominada tierra de las oportunidades cuando zurrón y dinero le fueron arrebatados, lo que supuso una puñalada mortal en su ánimo. A pesar de sus irrefrenables deseos de hacerle callar para confesarle cuál era el verdadero contenido del sobre, Alberto le dejó continuar hasta el final de la historia. Así supo por qué Carlos nunca se comunicó con él. Al principio no podía hacerlo porque su orgullo no le permitía asumir la derrota tan fácilmente. A duras penas soportaba la culpabilidad que sentía por haberse dejado robar todo sin oponer demasiada resistencia. Si hubiesen sido sólo sus propios ahorros… Pero estaban también los dineros que le había confiado su querido Alberto y éstos debería haberlos defendido incluso con su propia vida. Deambuló durante un año como un mendigo por las calles y cayó hasta lo más bajo que puede resistir un ser humano. Cuando tocó fondo comprendió que ya sólo podía moverse en sentido ascendente. Entonces decidió que no regresaría ni sabrían de sus andanzas hasta que pudiese restituir todo lo perdido. Desempeño los peores trabajos, los más arriesgados y peligrosos, ya que eran los que reportaban mayor salario. Se olvidó de cuidar su salud ante la obsesión de obtener lo necesario para poder adquirir buenas fincas donde plantar viñedos. Los días sin actividad laboral los dedicaba a recorrer enormes distancias a pie, analizando con detalle los terrenos más propicios. En definitiva, fue quemando su vida conforme aumentaba su capital hasta alcanzar la cantidad que precisaba para efectuar la compra. El momento para emprender el camino de vuelta le llegó demasiado tarde.

La enfermedad era muy visible en su cuerpo y sin embargo decía sentirse el  hombre más feliz del mundo en esos momentos. Alberto supo que en efecto, esa felicidad era real. No había más que ver en sus ojos la expresión de infinita satisfacción en el momento en el que le tendió la escritura de “Las Paganas”, sita en “Napa Valley” California, cuyos propietarios eran, a partes iguales, Alberto Ramos y Carlos Alonso. A continuación sacó un nuevo documento en el que se designaba a Alberto Ramos como beneficiario único de la parte de Carlos Alonso en caso de fallecimiento de éste último. Ya sólo le quedaba obtener el perdón para poder morir feliz, con la sensación de haber logrado un triunfo agónico, pero triunfo al fin y al cabo.

Alberto no tuvo alternativa y de nuevo, al igual que había hecho años antes, correspondió con una nueva prueba de amistad de ley. No tenía derecho a revelarle a su leal y fiel camarada que todo su esfuerzo podría haberse evitado; que todo su sufrimiento fue gratuito y que se había matado tan sólo por una bienintencionada traición. Así pues, con los ojos inundados, tomó la escritura, el documento de cesión y con un inmenso abrazo "perdonó" a Carlos pronunciando una verdad irrefutable: “No hay nada que perdonar.” Dos días después, Carlos Alonso dedicó a su mejor amigo una última mirada, cargada júbilo, antes de exhalar su último suspiro. Alberto Ramos hizo entonces una promesa.

Una botella tras otra se fueron agotando en la sala de catas desde cuyos ventanales se divisaba en toda su extensión la enorme finca “Las Paganas”, con cepas bien separadas, cada una con un máximo de tres apretados racimos. Las primeras copas destinadas a Carlos decidió volcarlas Alberto en la urna de las cenizas, pero a partir de la tercera botella no recordaba haber tenido que hacerlo más y sin embargo el vino se consumía como si realmente alguien lo estuviese disfrutando en su compañía. Un par de botellas más tarde ya pudo ver con claridad al compañero con el que deseaba celebrar y compartir el ansiado y reciente triunfo. Bebieron juntos durante toda la noche y al calor de un insuperable vino todo quedó por fin claro entre ellos. Llenos de orgullo decidieron no separarse nunca más y se fundieron en un último abrazo mientras salían al exterior atravesando una de las grandes cristaleras. A la mañana siguiente el jefe de ventas halló el cuerpo sin vida de Alberto Ramos con la cabeza recostada sobre la mesa de roble, flanqueada por dos copas vacías. La policía encontró huellas en ambas: unas eran del fallecído, las otras nunca fueron identificadas.

sábado, 9 de junio de 2012

De bruces contra la Navidad

Maridaje musical: "The Skaters Waltz, Op.183 (Les Patineurs)" (Waldteufel) Enlace Youtube

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Dobló la esquina y la colisión fue inevitable. Inicialmente el dolor más intenso lo sintió en plena nariz, justo en el lugar donde impactó el vértice del enorme paquete. El tamaño de la caja era tal, que el viejo que la transportaba tenía la barbilla apoyada en la cima de la misma. Talmente parecía que iba disfrazado de regalo de Navidad. Tras el choque, el anciano dejó su carga en la acera y se dispuso a ayudar a la chica accidentada. Ella estaba ligeramente aturdida por el golpe e incluso se le saltaron un par de lágrimas debido al fuerte porrazo nasal recibido. Se palpó y comprobó que afortunadamente no sangraba. Tenía prisa, así que aceptó distraídamente las disculpas del abuelo; declinó el ofrecimiento que le hizo de acompañarla al Centro de Salud más próximo y siguió su camino a la estación.

                La época navideña no era precisamente su favorita. Eso de que durante un par de semanas todo el mundo se vistiera de gestos bondadosos, pregonase su amor hacia el prójimo y repartiera buenos deseos por doquier le parecía de lo más hipócrita. Era como una falsa tregua de quince días en el clima de hostilidad que parecía reinar durante el resto del año. Cuando era una niña le encantaba todo lo relacionado con la Navidad y esa era la principal razón por la que ahora también participaba de la mascarada como una más. Todo lo hacía por retardarles a los pequeños de su familia el descubrimiento del verdadero interés comercial de esas “entrañables fiestas.” Ahora que estaba en la mejor etapa de su vida, en la que juventud física y madurez mental se dan la mano, era verdaderamente consciente del daño que podía hacer ese periodo de reuniones familiares en las que entre aperitivos y postres se deslizan obligadas conversaciones de carácter intrascendente, salpicadas de sutiles comentarios que esconden viejas rencillas. Durante la sobremesa, llegado el momento en el que los mayores comenzaban a recordar con tristeza a los ausentes, siempre aprovechaba para escabullirse con cualquier excusa. Eso era ya demasiado para ella y normalmente se iba con los niños a jugar a otra sala mientras los adultos inundaban su alma con llantos y cava en igual proporción.

                Cuando se acomodó en el asiento del autobús y se relajó, comenzó a sentirse magullada en otros lugares del cuerpo que habían entrado en contacto con la fatídica caja. Además, al presionarse la nariz percibía un sordo crujido interno que venía acompañado de un dolor que le hacía ver las estrellas. Incluso tenía la sensación de que una pieza dental superior se movía ligeramente. A pesar de todo, se durmió cuando el autocar salió de la estación y se despertó milagrosamente al llegar a su punto de destino. Salió rápidamente y recordó el accidentado episodio como si hubiese sido un sueño. El tacto de sus dedos en las partes doloridas la sacó de su error. 

“¡Menuda nochebuena me espera!”  Pensó.

A media tarde ya se encontraba mejor y ayudó con los preparativos de la cena. Se sentía ágil, con la mente despejada y con una capacidad y rapidez que la sorprendían. En pocos minutos ya había dejado lista la mesa del comedor y demandaba nuevos quehaceres que completaba de forma inmediata. Mientras compartía tareas en la cocina con su madre, vio de reojo como ésta empujaba involuntariamente con el codo un tarro de cristal abierto y repleto de alcachofas. Agotada la repisa de mármol que sustentaba el frasco, éste quedó a merced de la gravedad e inició un viaje descendente sin aparente retorno, a la vez que la boca del mismo se giraba para encontrarse con el suelo en un beso mortal. No había completado la mitad del trayecto cuando su joven mano abrazó el bote, rescatándolo del trágico final y retornándolo al abrigo de la repisa. Ni siquiera se había derramado una gota de líquido. Intercambió una sonrisa con su madre, le dio un beso en la mejilla y salió de la cocina ocultando una mueca de preocupación.

Lo que más le sorprendió no fue la velocidad de reacción sino cómo había percibido el suceso desde su perspectiva. Había sido muy sencillo evitar la colisión, pues el frasco caía e iniciaba su giro literalmente a cámara lenta. No tuvo necesidad de darse prisa, simplemente desplazó su mano con tranquilidad hacia el lugar adecuado y evitó el golpe del cristal contra las baldosas. Sin embargo, la expresión de su madre era de las que estaban reservadas para las ocasiones extraordinarias. 

Con un atisbo de inquietud, a modo de prueba, encendió la videoconsola y cargó ese odioso juego que tanto le gustaba a su hermano, consistente en alcanzar una meta imposible mientras te acribillan a disparos desde todos los ángulos. Comenzó a pasar nivel tras nivel con una facilidad pasmosa, batiendo todos los records vigentes. Sacudió la máquina convencida de que estaba averiada, pues las imágenes se sucedían con tal lentitud que le resultaba absolutamente trivial manejar los controles para ir esquivando las balas. Pero todo parecía estar correcto y su desasosiego inicial se convirtió en auténtico miedo. ¿Qué le estaba ocurriendo?

Durante la cena se mostró ausente, interviniendo en las conversaciones a base de palabras sueltas, aisladas y generalmente monosilábicas. Se limitaba a observar, cada vez más horrorizada, cómo los miembros de su familia ralentizaban paulatinamente sus movimientos. Por el contrario, los comensales la miraban con enorme admiración cada vez que ella ejecutaba alguna acción, seguramente preguntándose cómo era posible imprimir tal rapidez. El punto culminante fue cuando toda la escena se tornó estática, como si estuviese visionando una película y el reproductor se hubiese quedado atascado parando la imagen. La primera vez fue sólo un instante, apenas un segundo, transcurrido el cual todo volvió a la tediosa lentitud que ya consideraba signo de normalidad. Dos veces más soportó este fenómeno y tuvo la percepción de que el “atasco” era cada vez algo más prolongado. De hecho en el segundo tuvo tiempo de levantarse de la mesa e iniciar una carrera hacia el baño para vomitar toda la cena. Sus familiares no podían explicarse cómo había salido del comedor, ya que lo único que pudieron apreciar, a modo de dos fotogramas consecutivos, fue que primero ella estaba sentada y a continuación el último tramo de su media melena desaparecía por la puerta que daba al vestíbulo. 

En estado de gran ansiedad y hablando con la mayor lentitud que le era posible, se excusó ante los invitados y se dirigió a su habitación. Había buenas razones para ello, que se colaron por el inodoro. Se acostó enormemente preocupada tras ingerir un analgésico y un tranquilizante. Si ya tenía cierta animadversión hacia las fiestas navideñas, seguro que ahora no había posibilidad de reconciliación con la nochebuena. Su radio reloj marcaba las 23:47. Se propuso mantener los ojos abiertos y fijos en los dígitos hasta que cambiasen. Creyó estar largo tiempo contemplándolos, pero éstos no avanzaron. Finalmente se durmió sin conseguir su objetivo.

Despertó muy cansada. Era el día de Navidad. Abrió los ojos y no se atrevió  a moverse. Giró lentamente la cabeza para ver la hora. Eran las 9:15. En la sala se oían risas y expresiones de júbilo. Recordó todo lo ocurrido durante la cena y el pánico volvió a adueñarse de ella. Permaneció en la cama más de media hora cargándose de valor para afrontar su destino. ¿Tendría algún tipo de tumor cerebral? ¿Cómo se lo comunicaría a su familia? Comprobó que no le dolía la nariz y el diente parecía estar bien fijo. Salió de su cuarto dispuesta a experimentar la molesta lentitud de todo lo que la rodeaba. Sin embargo no se sentía capaz de soportar las esporádicas e incrementales “detenciones” temporales del mundo. Entró en el salón con el corazón muy acelerado y se encontró con sus sobrinos que jugaban junto al árbol con sus recién estrenados juguetes. Todo parecía ser completamente normal. Al verla, uno de ellos se acercó con un paquete que ponía su nombre. Mientras lo cogía, dos lágrimas asomaron y comenzaron a rodar por sus mejillas. Se sentía cansada pero muy feliz al comprobar que la vida a su alrededor volvía a discurrir a la velocidad adecuada. No recordaba un inicio del día de Navidad tan dichoso desde que era apenas una adolescente. Antes de poder abrir su regalo, tuvo que escuchar con atención cómo todos los pequeños querían decirle casi simultáneamente lo que les había dejado Papá Noel. Tuvo la impresión de que era capaz de adivinar los regalos de cada uno de ellos, además de una especie de “déjà vu” de los paquetes que le mostraban.

Finalmente pudo abrir su propio su presente. Ante sus ojos apareció un broche de oro blanco con brillantes incrustaciones, representando un copo de nieve. Una nota sin firma lo acompañaba con el siguiente texto:

Lamento el brusco encuentro de ayer, pero era la mejor manera de reclutarte. Tu  ayuda ha sido fundamental para finalizar el reparto a tiempo. Ahora que conoces el secreto, espero tu colaboración también para el próximo año.

En ese momento volvió a nacer en ella el amor por la Navidad, independientemente de aquello en lo que la hemos convertido con el tiempo, erradicando su verdadera magia de nuestras mentes.