jueves, 30 de agosto de 2012

Estudiada declaración






Llegó el momento esperado. Ya no había posibilidad de echarse atrás. Ella respiraba con movimientos tensos, ligeramente sonoros e inspiraciones no demasiado profundas. Lo miraba con un gesto mezcla de sorpresa, anhelo y culpabilidad. Daba la impresión de que presentía todo lo que estaba a punto de ocurrir. Él sabía muy bien qué debía decir; lo había ensayado infinidad de ocasiones, repitiendo las palabras una vez tras otra hasta el paroxismo. No podía permitir quedarse en blanco precisamente ahora. La tenía frente a él, esperando, interrogándole con la mirada. Tragó saliva; tenía la garganta completamente reseca. Tomó un breve sorbo del vaso de agua que se erguía firmemente en la mesa, entre las dos tazas de café que se acababan de tomar. Se puso a acariciar el mantel de paño, sintiendo en las yemas de sus dedos el leve cosquilleo producido por los diminutos cristales de azúcar que se habían derramado antes, al abrir el sobre con exceso de brusquedad. Buscaba la primera palabra de su pequeño discurso largamente estudiado. Varias veces en esos escasos veinte segundos de espera estuvo a punto de arruinarlo todo, de levantarse bruscamente y salir corriendo. Sus latidos se sucedían tan próximos que tenía la sensación de que se apelotonaban y superponían, como si varios corazones se contrajeran y dilataran en sístole y diástole coral. Sentía que si levantaba la cabeza de la tela que cubría la mesa no podría decir nada. Balbuceó las primeras sílabas con la mirada baja, alternando tartamudeos con extrañas sinalefas que a punto estuvieron de hacerle descarrilar; pero tras los titubeos iniciales logró serenarse lo suficiente como para decírselo todo mirándola a la cara. Fue adquiriendo seguridad a medida que avanzaba y cerca del final se atrevió a tomarla de la mano, improvisando una acción que no había calculado previamente. Sólo quedaba aguardar su reacción… y confiar en que fuese la esperada. Tras un estruendoso silencio en el que se la veía sufriendo las consecuencias de una encarnizada lucha interior entre la razón y el corazón, depositó un pequeño beso cargado de pasión en sus labios, poniendo punto final a la escena. 

      La ovación del público, puesto en pie, fue atronadora. Algunos no eran capaces de aplaudir pues tenían sus manos ocupadas secándose el rostro con blancos pañuelos. Otros palmoteaban asíncronamente, más concentrados en contener el torrente de lágrimas que se asomaba a sus ojos. En el escenario, los dos protagonistas saludaban inmensamente satisfechos. Era la primera vez que él se ponía ante un público tan numeroso y la prueba había sido superada con éxito. Estaba seguro de que a partir de ese momento todo sería mucho más sencillo.

       Mientras se daba una merecida ducha en su camerino, repasó todo lo que había sucedido minutos antes y no pudo evitar exclamar en voz alta, poniendo sonido al indescriptible placer que proporciona el reconocimiento sincero del público:

-          ¡Qué delicia!

Entonces reparó en que tras esas palabras no estaba exactamente el sentimiento que suponía. Aún percibía el sabor de sus labios; sus dedos todavía conservaban muy vívidamente  el recuerdo del tacto con su piel y tenía el corazón encogido. En adelante sería su presencia sentada a su lado, y no el público, lo que le aceleraría el pulso. Pero estaba firmemente decidido: Tenía seis funciones por delante para enamorarla.

viernes, 3 de agosto de 2012

Cita a ciegas

Maridaje musical: "Now we are free" (Lisa Gerrard) Enlace Youtube



Habían convenido en encontrarse en un área de servicio a medio camino entre sus ciudades de procedencia. Aunque no era el lugar más adecuado para una primera cita, les pareció original y gracioso. Llevaban casi dos meses en contacto virtual, merced a una de las más conocidas plataformas sociales que residen en la red. Por expreso deseo de ambos, no se produjo ningún tipo de intercambio de fotos, no revelaron datos familiares que pudiesen aportar pistas sobre su condición social y ninguno escuchó siquiera la voz del otro. Tan sólo habían conversado sobre cuestiones personales: gustos, opiniones, aficiones,… 

Decidieron que ya era el momento de conocerse físicamente; de mostrar sus respectivos tonos de voz; en definitiva de poner imagen y sonido a esa atractiva personalidad que fluía a través de una pantalla de ordenador. Faltaban apenas veinte minutos para que se produjese el esperado encuentro. ¿Puede alguien enamorarse verdaderamente de otra persona si se eliminan de manera parcial o total los cinco sentidos? En este caso tan sólo la lectura de las conversaciones mantenidas a base de pulsos de teclado había obrado el milagro.

Sumido en sus propios pensamientos tratando de adivinar cómo sería ese instante visual, auditivo, táctil e incluso olfativo, Alberto no reparó en que se había pasado la salida de la autopista que daba acceso al lugar de la cita. Cuando se percató de su despiste ya llevaba engullidos casi una decena de kilómetros que debía desandar. Temiendo no llegar a tiempo para contemplar el presumible amor de su vida, realizó un cambio de sentido en la primera oportunidad que se le presentó y emprendió el retorno a gran velocidad. Un inesperado rayo de sol que impactó en su cara como un láser disparado por una nube hizo que iniciara un volantazo mientras realizaba un adelantamiento. El intento de corrección de la peligrosa maniobra a la vez que pisaba a fondo el pedal del freno trajo como consecuencia la pérdida del control del vehículo.

 El accidente colapsó la autopista. Policías, bomberos y sanitarios acudieron al lugar rápidamente. Mientras los primeros trataban de restablecer el tráfico, los segundos aplicaban sus herramientas con precisión quirúrgica para excarcelar los cuerpos de los dos coches implicados en el siniestro. Una vez concluida tan delicada tarea dos hombres jóvenes fueron introducidos en estado crítico en la Uvi móvil. Bajo un estruendo de sirenas que ponía banda sonora a la frenética actividad que se desarrollaba en el pequeño habitáculo, Alberto tuvo un instante de lucidez que aprovechó para pronunciar, quizá como despedida, el nombre del ser que proporcionó sentido a su vida en los últimos meses.

-          ¡Alejandro!

De la camilla contigua le llegó como contestación una pregunta que eclipsó todos los sonidos que hasta ese momento dominaban el ambiente. Con un pequeño hilo de vida su “pareja” de viaje formuló una última cuestión que no era necesario responder. 

-          ¿Alberto?