miércoles, 17 de octubre de 2012

Devoradores de tristeza





Hay frases que se aprenden a cincel durante la infancia o la adolescencia. Una de mis favoritas es la ley de conservación de la energía. Suena como un poema: 

La energía ni se crea ni se destruye, sólo se transforma

                La primera lección que aprendí de él fue que el sufrimiento y la tristeza son dos tipos de energía muy especiales. A diferencia de otras, éstas sí se crean y nunca se transforman ni se destruyen. Cuando estamos acuciados por algún problema o nos sentimos afligidos, siempre viene bien confesarlo a alguien cercano. Lo llamamos desahogo y verdaderamente eso hace que nos sintamos mejor. Nos libera de parte de nuestra carga y parece que la pena va desapareciendo. Lo que realmente ocurre es que esa amargura que soltamos se disuelve en las emociones de nuestro interlocutor; se la traspasamos. Si su estado anímico es el adecuado, apenas le afectará. Sin embargo si no está en buena disposición, el traspaso de aflicciones será una carga pesada y comenzará a sufrir. Todos somos contenedores emocionales de capacidad ilimitada. Si predomina la alegría, nuestros miedos y pesares no serán percibidos; como cuando se echan unas gotas de vinagre en un depósito de mil litros de agua. Pero si nuestra felicidad empieza a evaporarse rápidamente, llegará un momento en el que notaremos el sabor acético.

                En aquella época  iba a visitar diariamente a mi madre. Se encontraba en coma tras su derrame cerebral y yo era escéptico sobre si realmente sentía mi compañía. Me sentaba a su lado, la observaba y me pasaba todo el tiempo practicando un ejercicio de represión de lágrimas;  generando desdicha. Él reposaba en la cama de al lado. Los primeros días sólo nos intercambiamos educados saludos y alguna que otra pregunta banal que respondimos con monosílabos. Luego supe que me estaba estudiando. Un buen día comenzamos a construir frases más largas y  al poco rato ya estábamos charlando animadamente y riéndonos. Llegué a olvidar que me encontraba en una habitación de hospital, acompañando a mi madre en sus últimos momentos de vida. Esperaba ansiosamente la cotidiana cita y salía antes de trabajar para acudir a ese laboratorio de emociones situado en la quinta planta del centro hospitalario.

                Me contó muchas historias de todo tipo: divertidas, tristes, melancólicas… Yo le correspondí hablándole de mis actividades diarias: aspectos de mi trabajo, mi vida familiar, mis miedos, mis proyectos...  sin saber que eso era parte de mi formación. Aprendí a escuchar, a mirar a los ojos, a provocar sentimientos sinceros. Supe que un devorador de tristeza es una de esas personas que continuamente demuestra buen humor y optimismo; que contagia entusiamo por doquier y que aparentemente nunca está apesadumbrado. Él era uno de ellos.  Inagotablemente dispuesto a prestar la máxima atención a las preocupaciones de los demás y recoger parte de sus cargamentos de amargura. Pero su depósito anímico estaba demasiado lleno de pesares y por eso estaba allí. Los médicos le hacían todo tipo de pruebas que sistemáticamente concluían con resultados negativos. No sabían lo que le aquejaba. Sin embargo él conocía perfectamente la causa de sus males. Era consciente de que muy pronto su solución emocional quedaría saturada de pena y con ello llegaría su inevitable final. La mayor parte de las visitas que recibía acababan contándole sus propios quebrantos, administrándole nuevas dosis de desconsuelo que absorbía con resignación e incluso con placer. 

                Me dijo que su especie estaba en serio peligro de extinción y que si finalmente ésta se producía, el mundo estaría condenado. Hasta hacía poco, se convocaban reuniones periódicas entre individuos para realizar trasvases emocionales que los aliviaban a todos. Era lo más parecido a destruir angustia. Pero últimamente la desolación reinante estaba acabando con algunos y apenas acudía savia nueva. Ya no daban abasto y muchos caían fruto de indigestión de desdicha.

                No supe que sería mi último día en su compañía, a pesar de que fue la única vez que me despidió con un simple “adios.” No capté la señal. Esa madrugada mi madre falleció y con toda la vorágine de acontecimientos posteriores no tuve ni un instante para recordarlo. Cuando todo se calmó, su imagen volvió a mi mente y comprendí la importancia de lo que me había enseñado. fui de nuevo al hospital y al no encontrarlo en su cama me acerqué al puesto de información. Me quedé con la boca abierta sin poder pronunciar palabra. Habíamos mantenido conversaciones durante más de tres meses y ni siquiera sabía su nombre… Por lo visto él sí conocía el mío, pues una vez que pude indicarle a la enfermera la persona a la que estaba buscando, ella me preguntó cómo me llamaba, para entregarme a continuación un papel mientras me anunciaba la muerte de mi desconocido amigo. La nota era muy escueta pero absolutamente clara:

"¡Buena suerte! y ¡Buen provecho!”

Tras haber cogido el testigo, llevo más de dieciocho años tratando de cumplir con el encargo encomendado y hoy comienzo a sentir los primeros síntomas de empacho. Mantengo contacto con otros como yo, pero cada vez somos menos.

Si te sientes identificado; si eres considerado por tu entorno como aquél con el que se pueden compartir aflicciones, dispuesto a regalar sonrisas, privado del derecho a sentirse apenado, entonces confío en que tarde o temprano contactemos contigo. De ello depende que el torrente de pesadumbre no lo inunde todo y acabe por ahogarnos.

domingo, 14 de octubre de 2012

Balance final

Maridaje musical: "In the air tonight" (Phlil Collins) enlace yotube



El griterío producía escalofríos. Ante sus ojos se dibujaba un amasijo de hierros, sazonado con carne y vísceras, que le erizaba el corazón. Durante los primeros segundos, afectado por el shock, no hizo otra cosa que deambular de un lado a otro del vagón, ajeno al entorno de desolación que se le presentaba. Recordaba estar adormecido cuando salió despedido de su asiento golpeándose la cabeza al colisionar con el pasajero que ocupaba la plaza frente a él. Quedó momentaneamente aturdido al lado de un cuerpo inerte; sin saber a ciencia cierta si lo que estaba viviendo era real o una horrible pesadilla. Experimentó un leve mareo al levantarse y comprobó que tenía una brecha en la ceja como consecuencia del impacto.

                Una vez que se serenó, se puso un pañuelo a modo de venda y comenzó a prestar los primeros auxilios. Como médico estaba capacitado para valorar la situación de los heridos, cumpliendo a rajatabla la norma de atender primero a aquellos que tenían alguna posibilidad, para posteriormente ocuparse de los que consideraba prácticamente desahuciados. Otros viajeros colaboraban en la tarea, obedeciendo escrupulosamente sus órdenes.

                Estaba tan impresionado por el suceso, a la par que concentrado socorriendo a las víctimas, que le llevó un tiempo reparar en que viajaba acompañado de su reciente esposa. De hecho, precisamente estaban disfrutando de su luna de miel en el Orient Express. Empezó a llamarla de modo desesperado hasta que una débil respuesta le vino del pasillo que llevaba a los lujosos baños.  La encontró tendida boca arriba, con una fuerte  hemorragia en el muslo además de otros dos pequeños regueros de sangre que manaban de nariz y oídos. Mientras se disponía a ayudarla, sus ojos se posaron en un cuerpo cianótico que pertenecía a un bebé de no más de un año. Además de la coloración azul el pequeño también sufría convulsiones. Se le presentó entonces un terrible dilema: ¿De quién debía ocuparse en primer lugar?  Sabía perfectamente la respuesta, pero en su caso ésta era extremadamente difícil de aceptar. No obstante, se mantuvo fiel a su juramento hipocrático, centrándose en el niño hasta que otro médico le dio puntual relevo en la labor de reanimación. Para cuando volvió con su amada era ya demasiado tarde y tan sólo pudo despedirse de ella con un apasionado beso que no obtuvo recíproca respuesta.

                Fueron treinta y seis los fallecidos en el fatal accidente, entre los que también se encontraban los padres de la criatura. Ligados, al haber sufrido ambos la pérdida de lo más preciado, se convirtió en su tutor y le proporcionó sustento hasta que alcanzó la mayoría de edad. A partir de ese momento fueron perdiendo el contacto de forma paulatina. 

Por su parte, aquel siniestro día supuso el inicio de una macabra competición contra la muerte, cuyo objetivo era tratar de retrasarle la apropiación de la mayor cantidad de almas que pudiese. Se entregó de pleno a la investigación médica, aplicando novedosos tratamientos y realizando arriesgadas intervenciones a pacientes terminales para conseguir su completa recuperación. Hasta hoy había salvado nada menos que a noventa y ocho personas. Eso le daba un saldo a favor de sesenta y dos, por lo que no tuvo más remedio que aceptar el hecho de que en realidad la pérdida de su mujer había sido beneficiosa para el mundo, aunque para él hubiese significado condenarse voluntariamente a una esclavitud al servicio de la sociedad. Se sintió inquietamente feliz por la victoria en tan singular partida e inició el esbozo de una sonrisa triunfal que no llegó a completarse, debido a la fotografía que mostraba en ese instante el televisor de la cafetería del hospital: Su "protegido" era el autor de una matanza provocada mediante un devastador ataque suicida. El balance de víctimas inocentes alcanzaba precisamente la cifra de sesenta y dos, a las que había que sumar una muerte más: la del propio terrorista.

lunes, 1 de octubre de 2012

Sacrificios

Maridaje musical: "Sacrifice" (Sinead o'connor version) enlace youtube




Entró titubeante en la sala, pues no estaba segura de si conocería a alguien. Sin embargo a ella todos la conocían. Sintió una punzada al recordar el día en el que abandonó el pueblo con la promesa de no volver jamás, que hoy había sido quebrada por una buena razón. Al bajarse del coche a las puertas del tanatorio, varias personas se acercaron para pedirle autógrafos a pesar del clima de dolor, luto y aflicción que se respira normalmente en esos parajes. Sin mostrar su rostro, parcialmente cubierto por unas gafas de sol, fue tramitando mecánicamente los requerimientos de sus atrevidos fans mientras se dirigía a la habitación en la que ahora se encontraba. Tras la mampara acristalada, reposaba su amor de juventud; la primera y única persona a la que verdaderamente había amado.

                Su mayor ilusión desde muy pequeña había sido alcanzar el estrellato convirtiéndose en una actriz de renombre. Tenía un enorme talento innato que no pasó desapercibido, pero no se atrevía a dejar a sus padres para iniciar una más que prometedora carrera escénica. Después, al encontrar a su alma gemela, surgió otro lazo más fuerte que la mantuvo anclada a sus orígenes y la hizo renunciar a su sueño por la que consideró la mejor de las razones: el amor correspondido. Aunque era sobradamente feliz, a veces se sentía un poco apagada por dentro y daba rienda suelta a su imaginación, viéndose triunfar en los mejores festivales de cine del mundo. Esos secretos momentos de leve abatimiento los soportaba con resignación. Estaba firmemente decidida a compartir su existencia con el  hombre de su vida, siendo su fiel compañera y partícipe en la regencia del  vetusto negocio familiar que iba por la tercera generación desde que fuera fundado.

                Ya se había fijado la fecha de la boda cuando dos acontecimientos concurrieron para dar un vuelco a todas sus expectativas de futuro. El mismo día en que su querida madre, viuda desde hacía varios años, la dejó para siempre, su prometido le confesó una supuesta infidelidad. Era tal su enamoramiento que incluso en esos momentos de absoluta desolación estaba dispuesta a perdonarlo.  No obstante la sentencia a muerte de su relación atronó en su interior cuando él declaró, bajando la cabeza y sin poder contener las lágrimas, que ya no la amaba. Ahí se derrumbaron al unísono todos los pilares que sustentaban su ser, quedando atrapada su alma entre los escombros.  Ni siquiera tuvo fuerzas para llorar y sin decir una sola palabra le acarició el rostro por última vez, besándolo tiernamente con los ojos en la más amarga de las despedidas. Después, se alejó sin siquiera equipaje, emocionalmente desnuda, despojándose de todo recuerdo relacionado con el lugar del que huía despavorida.

                Retomar olvidadas aspiraciones fue su tabla de salvación. Construyó una nueva vida forrada de fama y éxito; disfrutó del afecto del público y el tiempo la convenció de que había salido ganando con el cambio. Hoy que su carrera se acercaba a su fin, podía mirar hacia atrás con satisfacción por todos los premios y reconocimientos acumulados.

                Al encontrarse a los pies del ataúd, se quedó absorta sintiendo que aún poseía pequeños y finos hilos afectivos que se iban uniendo para formar cabos más gruesos que le atenazaban el corazón. Una mano masculina sobre su hombro la devolvió a la realidad. El hombre, que se presentó como el abogado del fallecido, era el responsable de que ella se hubiese enterado de la noticia.  Tras la breve presentación le tendió un sobre y desapareció sin concederle posibilidad de réplica. Por un momento pensó en deshacerse del obsequio pero pudo más la curiosidad y al abrirlo descubrió una llave acompañada de una pequeña nota con el siguiente mensaje: 

-          “Hice mío tu sueño cuando tú lo apartaste y nunca me habría perdonado el crimen de privar al mundo de tu talento”              

Debajo, unas precisas instrucciones la condujeron frente a una cerradura que aguardaba impaciente. Al abrir la puerta quedó al descubierto una especie de santuario plagado de objetos personales de gran significado y empapelado con posters, recortes de periódicos y portadas de revistas de cine. En todas las imágenes, la principal protagonista mostraba una alegre y encantadora sonrisa. Era la misma mujer que ahora caía de rodillas en el medio de la estancia, disolviéndose en su propio llanto.