Había convertido el cuarto de baño en una
capilla ardiente. Sólo faltaba el cadáver, pero ese aspecto pronto sería
resuelto. Todo estaba dispuesto con matemática precisión, hasta el mínimo
detalle. Las gráciles llamas de las velas escenificaban una danza hipnótica,
mecidas por la suave brisa que se levantaba al paso de su cuerpo desnudo. La
decisión era firme. Ya no le quedaba nada, ni siquiera lágrimas que derramar.
El eco interno provocado por los latidos de su corazón le hacía sentirse vacía
y sola; marcando un ritmo incorrecto que componía una melodía desafinada en su
vida; una pieza defectuosa en la mundana sinfonía que sometía todo lo demás.
Escribió
la carta a pesar de que no tendría ningún destinatario y la leyó varias veces,
quizá con la idea de que al menos alguien cercano recibiera el mensaje. Cuando
giró la llave del grifo del agua caliente se inició la cuenta atrás. A medida
que el líquido ascendía por las paredes de la bañera, se incrementaba su fatiga
al tratar inútilmente de descubrir algún recuerdo agradable y escrutaba, con la
mirada hacia adentro, buscando cualquier motivo para seguir luchando.
Su
mano derecha hizo de verdugo de la izquierda y luego ésta le correspondió en la
misma medida, haciendo penetrar el rojo fluido en el agua de igual forma que
el humo de un cigarrillo rasga el aire
con cada calada. Al cerrar los ojos percibió una nerviosa luminiscencia
titilante. Como si una pequeña mariposa emitiese destellos de esperanza y la
acariciase con sus alas. ¿Era esa la anhelada señal? Quiso averiguarlo llevando
su mente a las proximidades de la fuente de luz, pero ésta pretendió alejarse
al verse descubierta. Tensó todos sus músculos para evitar la huida, intentando
retenerla como lo haría un experto domador que sujeta con recia soga al más brioso
de sus corceles. Tras varios impulsos, cada uno de los cuales contribuía a
aumentar el caudal del manantial sanguíneo, la preciada presa cedió en su
empeño y comenzó a acercarse. Conforme avanzaba le iba generando confianza y
bienestar a la vez que crecía su presencia física. Cuando llegó a su lado
experimentó la auténtica paz y la mayor de las dulzuras. Agotada, se dejó
llevar por la magia y en sus brazos halló la perfecta sintonía que afinó su
ser, devolviéndole el olvidado compás a su existencia. Con su último suspiro
encontró por fin una razón para vivir.