Cuando le preguntó si la llave
era suya, su padre se puso lívido.
-
¿Dónde la has encontrado?
Inquirió.
-
Estaba bajo la alfombra, a la altura de la
puerta de entrada
Le contestó.
Llevaba tiempo
intentando convencerle de que cambiase esa raída alfombra fija que cubría toda
la longitud del pasillo y por fin, había transigido. Así pues, se puso a quitar
la vieja moqueta mientras esperaba que le trajesen una nueva. Entonces apareció
la llave que ahora descansaba en la mano de un hombre de unos sesenta años de
edad con los ojos inundados
-
¿Qué te ocurre papá?, ¿Por qué lloras?, ¿Te
encuentras bien?
Tras enjugarse
las lágrimas con un pañuelo, comenzó a hablar.
- Juan, ya es hora de que te cuente una historia que
hace más de treinta años que guardaba dentro y que se encontraba enquistada.
Hoy, esta llave, ha vuelto a abrir viejas heridas y necesito desahogarme.
Le relató cómo
había conocido a su madre cuando los dos eran universitarios. Ana estudiaba Psicología
y era la mejor de su promoción. Cuando terminó la carrera, consiguió una beca
de doctorado y cometieron la bendita temeridad de casarse, viviendo de los
ingresos que ella obtenía. Entonces nació él, como una auténtica bendición, a
la par que un síntoma más de la locura que todos los amigos y familiares veían
en ambos por llevar una vida tan trepidante y arriesgada. Mientras Ana se
dedicaba a trabajar intensamente en su tesis doctoral, Carlos se aplicaba en el
cuidado del pequeño Juan. Así transcurrió un año pleno de dicha. Pasado ese periodo,
Ana imprimió más ahínco en sus investigaciones acerca de los procesos de
conducta en situaciones de máximo estrés y el tiempo que compartía con marido e
hijo disminuyó de forma significativa. Volvía cada vez más tarde al hogar y se
estaba perdiendo todos los descubrimientos y logros de Juan. Esos momentos
únicos que quedan grabados a fuego en la retina y corazón de todos los padres.
Ella argumentaba que estaba inmersa en un experimento crucial y que les
compensaría con creces todas las horas que pasaba alejada de la familia. Pero
lo cierto es que cada día se la veía más cansada y deprimida.
Todo
esto era de sobra conocido por Juan, sin embargo no interrumpió a su padre y él
le obsequió con una parte de la historia de la que nunca le había hablado y que
le dejó boquiabierto:
-
Una mañana tu madre me entregó una llave que
abría una caja de seguridad donde esperaba encerrada una carta. La cuestión era
que yo no podría tenerla en mis manos hasta pasado un año. “¿Qué significa
esto?”, le pregunté. Pero sólo obtuve como respuesta que ese escrito lo
justificaría todo y resolvería mis dudas. Después me dio la dirección donde se
encontraba el banco depositario y se fue a trabajar. Cuando salía por la puerta
de casa conseguí arrancarle la promesa de que a su vuelta me lo explicaría todo
con más calma. Fue la última vez que la vi con vida. Tres horas más tarde recibí
una llamada en la que me comunicaron la noticia. Aquella voz, al otro lado del
teléfono, me anunció que mi esposa se había suicidado. Tú eras muy pequeño y al
no verla muy a menudo, apenas sufriste su pérdida. Yo me quería morir. No deseaba
estar contigo e incluso durante unas semanas te consideré el principal
responsable de lo sucedido. Lo único que me enganchaba a la vida, era conocer
el contenido de la carta. Verdaderamente, esa llave fue mi salvación. Cumplido
el tiempo estipulado, un siete de abril salí a la calle con la idea de leer,
por fin, el mensaje escrito un año antes. Al llegar al inmueble, me dirigí hacia un empleado mientras metía mi
mano en el bolsillo del pantalón. Un sudor frío saturó mi frente al no sentir
en los dedos el esperado tacto metálico. Busqué con nerviosa ansia en todos los
resquicios de mi ropa; repetí hasta la extenuación el trayecto realizado,
escrutando todos los rincones; vacié cajones y armarios… Ninguna de estas
operaciones tuvo éxito y después de un par de días, di la llave por perdida y con
ello se esfumaron todas mis esperanzas de conocer las razones que llevaron a tu
madre a inmolarse. Hoy vuelven a renacer con este hallazgo.
Juan no pudo
retener a su padre ni un minuto. Con una agilidad que hacía mucho tiempo que no
le veía, se preparó y salieron disparados hacia la entidad bancaria. Se pasó
todo el camino con los ojos fijos en la llave, mientras él le guiaba por las
calles. Cuando por fin tuvo la carta en sus manos, respiró profundamente tres
veces antes de abrirla. Luego levantó con dulzura la solapa del sobre y comenzó
a leer…
Al finalizar,
se dejó caer sobre una silla y con la mirada perdida, dijo:
-
Esta noche tenemos que ir al cementerio y exhumar el cadáver de tu
madre
-
¿Te has vuelto loco?
Le preguntó Juan
-
¡Mira!, ¡lee esto!
Y le tendió el papel.
Esa madrugada,
cuando quitaron la tapa del nicho, confirmaron lo que Ana había escrito años
antes con la idea de que hubiese sido leído mucho tiempo atrás. Allí no había
ningún rastro de restos humanos. Todo era parte del experimento en el que ella
estaba trabajando y había tomado a los miembros de su propia familia como
“cobayas”. Una cita fijada para casi
tres décadas antes, completaba el mensaje. Obviamente, Carlos no había podido
acudir. Eso fue demasiado para su mente y le provocó una nueva pérdida: la del
juicio.
Sin embargo,
Juan no estaba dispuesto a darse por vencido. Quería conocer qué había
ocurrido; saber si su madre aún estaba viva. Para ello acudió a la dirección
donde se había fijado el encuentro. Tuvo que viajar más de mil kilómetros hasta
llegar ante la puerta de un despacho, en la Facultad de Psicología de una de
las mejores universidades del país. Tomó una gran bocanada de aire y dio dos
golpes con los nudillos mientras lo expulsaba, con la intención de relajarse.
Cuando entró, se topó con un hombre de pequeña estatura, de la edad de su
padre, que le escrutaba por encima de unas diminutas gafas.
-
¿Qué desea?
-
Me llamo Juan Sánchez Velasco y soy hijo de Ana
Velasco. ¿La conoce usted?
El hombrecillo a punto estuvo de
caerse de la silla al oír aquellas palabras. Cuando recuperó el equilibrio,
tanto físico como emocional, se presentó como el profesor Ernesto Solana;
invitó a Juan a sentarse y le contó la
otra parte de la historia
-
Tu madre fue una gran investigadora. Sus métodos
no eran muy ortodoxos y uno de sus lemas era que el fin justifica los medios.
Estábamos inmersos en un estudio sobre el comportamiento en situaciones de
máximo estrés y pensó en vosotros cuando se le ocurrió pasar de las “ratas” a
los “humanos.” Yo le dije que aquello era una locura pero no me hizo caso
alguno y siguió adelante con su idea. Cuando nadie apareció el día de la cita
ni tampoco en los siguientes, se convenció de que tu padre habría tenido
sobradas razones para no querer verla nunca más. Traté de convencerla de que se
pusiese en contacto con vosotros pero fue inútil. Además me hizo prometer que
ni siquiera yo os avisaría. Estando enamorado de ella para mí fue muy sencillo
cumplir esa promesa ante la perspectiva de tenerla. Iniciamos una relación que
no funcionó. Ella seguía queriendo a tu padre y mantenía la esperanza de que la
perdonase. Se pasaba las horas en este despacho, imaginando verlo aparecer por
la puerta en cualquier momento. Una
mañana me la encontré en estado catatónico, con una hoja en blanco y un
bolígrafo en sus manos. Tuvimos que habilitar una habitación del sanatorio
mental de la ciudad, para convertirla en réplica exacta de este despacho. Se
mantiene continuamente sentada frente a la entrada, con su hoja y su bolígrafo.
Si alguien intenta quitárselos, comienza a gritar estridentemente y no para
hasta que se los devuelven. Yo continúo amándola y la visito cada tarde, aunque
no me reconoce. De hecho, ignora a todo el mundo.
Tres
meses después de esta conversación, tiempo necesario para hacer todos los
preparativos del encuentro, Juan y el profesor, se disponen a entrar en la
habitación de Ana, acompañados por Carlos, cuya demencia también le ha hecho
perder el habla y desoír todo tipo de existencia. Se mueve como una marioneta,
dejándose manejar por sus acompañantes sin oponer resistencia alguna.
Una
vez dentro de la estancia, los ojos de Carlos y Ana se enfrentan sin que sus
miradas se crucen. Ana comienza a escribir algo en el folio muy lentamente, sin
apartar los ojos de Carlos. Éste último no reacciona. Tras unos minutos, Ana
deja de escribir, volviendo al estado de inmovilidad. Tres palabras se repiten,
una vez tras otra, renglón tras renglón: “Lo siento... perdóname”
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