lunes, 13 de mayo de 2013

El espejo

Maridaje musical: "L'amico Fritz / Intermezzo (Mascagni) enlace youtube


“Definitivamente, es enorme”, se dijo; y añadió: “pero, ¡es tan bonito!”

Acababan de traerle a casa el espejo que había adquirido la semana anterior en una tienda de antigüedades. “Colóquenlo aquí, en el vestidor”, les indicó a los dos hombres que lo portaban. Mediría alrededor de un metro ochenta de alto y unos noventa centímetros de ancho. La luna estaba biselada en las proximidades de un marco de madera de castaño, tallado con motivos celtas. El anticuario le había asegurado que posiblemente tuviese más de doscientos años. Estaba en la tienda desde su fundación y ya tenía ganas de deshacerse de él debido a su tamaño. Así que se lo ofreció a un precio inusitadamente bajo; lo que se dice “una ganga”, ante la cual no pudo resistirse. ¡Le encantaban los muebles antiguos! 

Finalmente quedó ubicado en el ancho pasillo que comunicaba el baño con el dormitorio, justo a mitad de camino, frente a los dos grandes armarios empotrados que custodiaban la ropa y los complementos. Por fin tenía un espejo en el que mirarse de cuerpo entero y ya no necesitaría utilizar el del ascensor, cada vez que quisiese ver cómo le sentaba uno cualquiera de sus muchos vestidos; su otra debilidad.

El día que sucedió el fenómeno por primera vez, casi le da un síncope. Salía de la habitación para darse una ducha y al pasar ante el espejo giró la cabeza para contemplar su cuerpo desnudo. El cuadro que vio la dejó atónita: Era ella, no había duda, pero en la imagen que se presentaba ante sus ojos no estaba desprovista de ropa, sino que llevaba un precioso vestido de novia en tono tostado, con escote “palabra de honor”. Tras la primera impresión no pudo contener un buen puñado de carcajadas y le agradó poder observarse enfundada en la prenda nupcial. Algunos meses más tarde, contraía matrimonio con un atuendo idéntico al profetizado. Como quiera que la magia sólo parecía funcionar con ella, guardó el secreto para sí misma sin siquiera compartirlo con su marido, gozando de la extraordinaria propiedad, que convirtió en su más preciado juguete. Se contempló con ropa premamá, escondiendo un buen “bombo”, un año antes de que naciese su hijo; se vio portando lujosos trajes de fiesta, que le llegaron tiempo después; disfrutó del porte que le otorgaban valiosas joyas, previamente a poseerlas. En definitiva, aquel espejo le dio el privilegio de disponer de un avance de la moda que luciría con posterioridad.

De nuevo, una mañana que hacía el trayecto baño-habitación como dios la trajo al mundo, miró su silueta al pasar ante el espejo, cumpliendo con el ritual. El grito que exhaló fue espantoso y su marido acudió raudo para levantarla del suelo temblando y envuelta en lágrimas.

-          Sara ¿Qué ha pasado?
 inquirió su esposo.
-          Nada, no ha pasado nada. Me he tropezado. ¡Deshazte cuanto antes de él!
-          Pero, ¡Si te encanta! Tú misma me has dicho muchas veces que es tu debilidad…
-          ¡Quiero que desaparezca de aquí hoy mismo!, ¡Por favor…!
Le dijo comenzando a llorar de nuevo.
-          Está bien, querida, tranquilízate. Llamaré para que vengan a buscarlo.
-          Sí, ¡véndelo!  Ya no me gusta.



Parecía claro que no iba a contarle el suceso, así que él no insistió más. Pero ella no podía quitarse de la cabeza la espantosa visión de sí misma, con un vestido corto, primaveral, estampado de margaritas y con el frente empapado en sangre, que se le acababa de aparecer.

                Tal como vino, el espejo desapareció de su vida aquella tarde y con el paso del tiempo se fue calmando. Lo que nunca podría olvidar sería el aspecto de la prenda que la aterraba. Mientras rechazase ponerse cualquiera que fuese similar, se consideraba a salvo.

                El día de su cincuenta cumpleaños, lo celebró con su esposo e  hijo en la casa de campo que poseían, fruto de una herencia familiar. Después de comer, mientras el chico se divertía con un amigo de una residencia vecina, él le propuso un juego que ella aceptó encantada. Así pues, le vendó los ojos y la condujo al desván, donde le quitó la ropa. A continuación le hizo el amor allí mismo, de forma rápida y furtiva, sin retirarle  la venda y posteriormente la vistió de nuevo. Entonces la colocó en un extremo de la abuhardillada estancia y le quitó el pañuelo de los ojos.  “Mira lo que he recuperado para ti”, le dijo. 

Horrorizada, tomó un cenicero de cristal y se dispuso a lanzarlo contra la luna, que reconoció de inmediato. Él trató de impedírselo y en el forcejeo dio un fatídico traspié que le llevó a caer contra el espejo, quebrándolo con su propio cuerpo. Aturdido por el golpe, no acertó a apartar su cuello del lugar al que se dirigía una enorme pieza, desgajada de la parte alta del marco. La cortante colisión fue inevitable. Con un atronador alarido, corrió hacia su amado para tratar de taponar con sus manos el sanguíneo surtidor. Todo fue inútil y pasados unos segundos se apartó, limpiándose la sangre contra su propia ropa. Reflejado por los pequeños pedazos sembrados por el suelo, tomó conciencia del otro regalo recibido: un vestido corto, con margaritas estampadas.

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