“Definitivamente, es enorme”, se
dijo; y añadió: “pero, ¡es tan bonito!”
Acababan de
traerle a casa el espejo que había adquirido la semana anterior en una tienda
de antigüedades. “Colóquenlo aquí, en el vestidor”, les indicó a los dos hombres
que lo portaban. Mediría alrededor de un metro ochenta de alto y unos noventa
centímetros de ancho. La luna estaba biselada en las proximidades de un marco
de madera de castaño, tallado con motivos celtas. El anticuario le había
asegurado que posiblemente tuviese más de doscientos años. Estaba en la tienda
desde su fundación y ya tenía ganas de deshacerse de él debido a su tamaño. Así que se lo ofreció a un precio inusitadamente bajo; lo que se dice “una
ganga”, ante la cual no pudo resistirse. ¡Le encantaban los muebles antiguos!
Finalmente
quedó ubicado en el ancho pasillo que comunicaba el baño con el dormitorio, justo
a mitad de camino, frente a los dos grandes armarios empotrados que custodiaban
la ropa y los complementos. Por fin tenía un espejo en el que mirarse de cuerpo
entero y ya no necesitaría utilizar el del ascensor, cada vez que quisiese ver
cómo le sentaba uno cualquiera de sus muchos vestidos; su otra debilidad.
El día que sucedió
el fenómeno por primera vez, casi le da un síncope. Salía de la habitación para
darse una ducha y al pasar ante el espejo giró la cabeza para contemplar su
cuerpo desnudo. El cuadro que vio la dejó atónita: Era ella, no había duda,
pero en la imagen que se presentaba ante sus ojos no estaba desprovista de ropa,
sino que llevaba un precioso vestido de novia en tono tostado, con escote “palabra
de honor”. Tras la primera impresión no pudo contener un buen
puñado de carcajadas y le agradó poder observarse enfundada en la prenda
nupcial. Algunos meses más tarde, contraía matrimonio con un atuendo idéntico al
profetizado. Como quiera que la magia sólo parecía funcionar con ella, guardó
el secreto para sí misma sin siquiera compartirlo con su marido, gozando de la extraordinaria
propiedad, que convirtió en su
más preciado juguete. Se contempló con ropa premamá, escondiendo un buen “bombo”, un año
antes de que naciese su hijo; se vio portando lujosos trajes de fiesta, que le
llegaron tiempo después; disfrutó del porte que le otorgaban valiosas joyas, previamente
a poseerlas. En definitiva, aquel espejo le dio el privilegio de disponer de un
avance de la moda que luciría con posterioridad.
De nuevo, una
mañana que hacía el trayecto baño-habitación como dios la trajo al mundo, miró
su silueta al pasar ante el espejo, cumpliendo con el ritual. El grito que
exhaló fue espantoso y su marido acudió raudo para levantarla del suelo
temblando y envuelta en lágrimas.
-
Sara ¿Qué ha pasado?
inquirió su esposo.
-
Nada, no ha pasado nada. Me he tropezado. ¡Deshazte
cuanto antes de él!
-
Pero, ¡Si te encanta! Tú misma me has dicho
muchas veces que es tu debilidad…
-
¡Quiero que desaparezca de aquí hoy mismo!, ¡Por
favor…!
Le dijo comenzando a
llorar de nuevo.
-
Está bien, querida, tranquilízate. Llamaré para
que vengan a buscarlo.
-
Sí, ¡véndelo! Ya no me gusta.
Parecía claro
que no iba a contarle el suceso, así que él no insistió más. Pero ella no podía
quitarse de la cabeza la espantosa visión de sí misma, con un vestido corto,
primaveral, estampado de margaritas y con el frente empapado en sangre, que se
le acababa de aparecer.
Tal
como vino, el espejo desapareció de su vida aquella tarde y con el paso del
tiempo se fue calmando. Lo que nunca podría olvidar sería el aspecto de la
prenda que la aterraba. Mientras rechazase ponerse cualquiera que fuese similar,
se consideraba a salvo.
El
día de su cincuenta cumpleaños, lo celebró con su esposo e hijo en la casa de campo que poseían, fruto
de una herencia familiar. Después de comer, mientras el chico se divertía con un
amigo de una residencia vecina, él le propuso un juego que ella aceptó
encantada. Así pues, le vendó los ojos y la condujo al desván, donde le quitó
la ropa. A continuación le hizo el amor allí mismo, de forma rápida y furtiva,
sin retirarle la venda y posteriormente
la vistió de nuevo. Entonces la colocó en un extremo de la abuhardillada
estancia y le quitó el pañuelo de los ojos. “Mira lo que he recuperado para ti”, le dijo.
Horrorizada, tomó un cenicero de cristal y se dispuso a lanzarlo contra la luna, que reconoció de
inmediato. Él trató de impedírselo y en el forcejeo dio un fatídico traspié que
le llevó a caer contra el espejo, quebrándolo con su propio cuerpo. Aturdido
por el golpe, no acertó a apartar su cuello del lugar al que se dirigía una
enorme pieza, desgajada de la parte alta del marco. La cortante colisión fue
inevitable. Con un atronador alarido, corrió hacia su amado para tratar de
taponar con sus manos el sanguíneo surtidor. Todo fue inútil y pasados unos
segundos se apartó, limpiándose la sangre contra su propia ropa. Reflejado por los
pequeños pedazos sembrados por el suelo, tomó conciencia del otro regalo recibido: un
vestido corto, con margaritas estampadas.
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