Salí de la peluquería y me senté
en la terraza del café de la esquina, desde donde podía ver perfectamente la
puerta del establecimiento que acababa de abandonar. Todos los indicios me llevaban
una y otra vez a la misma conclusión: “Mi peluquero estaba poseído”. Lo conocía
desde siempre. Fuimos compañeros de colegio hasta separarnos al ingresar en el
instituto. Continuamos manteniendo una buena amistad y cuando montó el negocio
yo fui su primer cliente. Entre las razones que sustentaban mi conjetura estaba
su forma demasiado efusiva al recibirme; el deseo reprimido con el que separaba
mi cabello con el peine antes de cada tijeretazo o La avidez con la que barría
todos los mechones, sin dejar el menor filamento capilar. Al principio llegué a
pensar que estaba enamorado de mí. No tenía conocimiento de que fuese “gay”,
pero la actitud tan afectuosa con la que se comportaba conmigo me hacía sentir
incómodo. Después comprobé que yo no era la única fuente de su deseo, sino que
adoptaba el mismo comportamiento con el resto de los clientes. Él, que siempre
había sido muy callado, se había transformado en una persona demasiado ansiosa,
habladora y artificialmente afable. Era necesario estar muy pendiente para
poder detenerlo, pues su actividad era tan voraz, que al menor descuido te
dejaba la cabeza como un cepillo.
Esperé
pacientemente hasta que cerró. Salió con una bolsa de basura repleta. Le seguí
hasta el automóvil a una distancia prudencial y
observé cómo introducía la bolsa en el maletero para a continuación
meterse en el coche. Aquél día no pude continuar con la vigilancia, pero a la
semana siguiente volví a retomar la investigación con renovados ánimos. Al
igual que siete días antes, llevaba una misteriosa bolsa. Ésta vez estaba preparado y conduje tras él
hasta su domicilio. Cuando salió del coche le abordé sin contemplaciones.
-
¿Quién eres? – le grité por la espalda
No reparé en
que si realmente estaba poseído, mi amigo no estaría en ese cuerpo y carecería
de cualquier tipo de cariño hacia mi persona. Lo cierto es que se dio media
vuelta y me miró directamente a los ojos. Yo le sostuve la mirada de manera
decidida. Finalmente, asintiendo lentamente al verse descubierto, me invitó a
pasar a su casa con el pretexto de contármelo todo. En mi inocencia, no
sospeché que podría ser una estratagema para hacerme desaparecer con el fin de
mantener su secreto. Lo cierto es que le seguí y me senté en el sofá del salón
a escuchar lo que tenía que decirme.
Nada raro
ocurrió, si exceptuamos la repugnante historia que mis oídos escucharon,
aderezada por las imágenes que tuve que presenciar en las que mi amigo engullía
a grandes bocados el pelo recaudado durante el día. Al ver la estampa, apenas
me dio tiempo a llegar al cuarto de baño para vomitar hasta los restos de mi
primera papilla.
Por lo visto,
lo que le aquejaba no era precisamente una posesión, sino una especie de
enfermedad evolutiva, como una mutación genética, que se caracterizaba por
drásticos cambios en la alimentación, además de ciertos trastornos de conducta.
En general la afección venía propiciada por el estrés y en los síntomas
influían tanto las costumbres alimenticias previas, como el trabajo
desarrollado a diario. Mi colega era vegetariano además de peluquero. Lo cierto
es que los afectados se encontraban perfectamente y podían hacer una vida
“normal”, salvando las excentricidades en cuanto a la dieta. Todas las
investigaciones se estaban llevando a cabo en secreto y exclusivamente por
personas que sufrían la patología. Me contó que conocía a varios cirujanos que ingerían
los tumores que extirpaban en la mesa de operaciones o la grasa extraída en las
liposucciones; así como alguna enfermera que asaltaba el banco de sangre para
sustraer bolsas de las donaciones del día. Ya no quise escuchar más y huí
de aquella casa no sin antes realizar una nueva visita al cuarto de baño para
expulsar algo más de mi propia bilis.
No he vuelto
por la peluquería de mi amigo. De hecho hace meses que no me corto el pelo. No
puedo soportar tener a una persona detrás de mí con un peine y unas tijeras,
temiendo que comience a babear pensando en el festín que se va a dar a costa de
mi cabello. Hoy, sin embargo, me ha ocurrido algo extraño tras la marcha del
último cliente del día en mi consulta de podología. Me he sorprendido a mí
mismo, lanzándome a por los restos de
las durezas raspadas y uñas cortadas. Siempre me han gustado las cortezas y los
frutos secos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario