Contempla la ciudad desde la azotea,
subido en el murete de piedra que remata el edificio. Le encanta sentir el
frescor en el rostro, causado por una brisa que asciende desde las copas de los
árboles del parque de enfrente y que se llega hasta el piso cincuenta,
para acariciar sus mejillas y mesarle el pelo con la ternura de una mano
invisible. Un soplo que la naturaleza le proporciona cada día, como si conociese
su desdicha. Se acomoda en el borde, dejando los pies colgando hacia el vacío,
relajados, igual que péndulos de un viejo reloj de pared y se dedica a su
vigilancia cotidiana; alerta; a la escucha; atento a cualquier movimiento.
Desea
tener una vida normal: conocer el miedo, el dolor físico; disfrutar del amor
correspondido. Todo eso le está vetado. Ha maldecido una infinidad de
veces el momento en el que decidió confesar lo que toda su familia sospechaba,
pero no se atrevía a creer, ni mucho menos a decir. Los indicios de sus
extraordinarios poderes llegaron a ser
tan abundantes que no pudo ocultarlo por más tiempo. Levantar a la edad de dos
años la cama del cuarto de sus padres para coger una pelotita que había rodado
debajo; escuchar con nitidez conversaciones de los vecinos del inmueble del
otro lado de la calle o leer con toda claridad un periódico situado a más de
veinte metros, podían pasar a duras penas por cualidades de un niño
superdotado. Pero el hecho de ser atropellado por un automóvil sin sufrir
fractura alguna, se volvió un suceso imposible a la vista del estado en el que
quedó el coche tras el impacto con su cuerpo. Ahí se desató su calvario.
Comenzó una época de investigaciones en torno a su organismo en las que le
hicieron multitud de pruebas de todo tipo y condición: estudios genéticos,
punciones corporales para sacar muestras de tejidos, test de fuerza, de resistencia,
de potencia… Toda esa infinidad de experimentos le privaron de una infancia a
la que tenía todo el derecho.
Se convirtió
por sus actos en el ser más admirado y querido del universo. Construyó un
inmenso lazo afectivo con la totalidad de la humanidad, por el que se
intercambian buenas acciones y cariño anónimo en un trueque desigual. Recibe
un inmenso amor huérfano, desprovisto del calor de un beso; carente de la magia
que supone una simple caricia. Su maldición es tal, que ni siquiera hay en
el mundo un antagonista de su nivel contra el cual medirse, justificando así su existencia.
Todos le
admiran sin sospechar que se cambiaría de inmediato por cualquiera de ellos. Despojarse de sus superpoderes, aunque sea para llevar la más miserable de las vidas mundanas, es su mayor deseo. Sin embargo sabe que nunca le será concedido.
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