Entró arrastrando los pies y se
derramó sobre la única silla libre del establecimiento. No se creía capaz de
dar un paso más. De hecho, ni se percató de que había tomado asiento con la
mochila a cuestas. Mientras la descolgaba hacia el suelo en un ejercicio de
contorsionista, para no tener que levantarse de nuevo, el camarero se acercó
para preguntarle si deseaba tomar algo.
-
Una cerveza…, por favor…
acertó a decir entre lamentos y quejidos.
Durante los
dos minutos de espera, procedió a leer la pizarra que había detrás del mostrador
con una letanía de bocadillos de todo tipo dibujada con perfectos trazos de
tiza blanca. Cuando le trajeron la consumición, completó su menú pidiendo uno de
tortilla de jamón.
Tenía los pies
absolutamente destrozados y ni siquiera sabía a ciencia cierta dónde se
encontraba. Comenzaba a convencerse de que había sido una temeridad embarcarse
en ese camino en solitario. Todo por una apuesta formulada bajo los efectos del
alcohol. Atravesar andando toda España, desde el Cabo de Peñas hasta Tarifa, en
tan sólo dos semanas, se le antojaba ahora imposible. Sólo habían pasado cinco
jornadas y se sentía exhausto; pero lo peor era ese tremendo dolor a cada paso,
como si estuviese caminando sobre un sendero de clavos al rojo vivo. Era tal la
necesidad de alivio que no pudo reprimir el deseo de arrancarse botas y
calcetines, sin darse cuenta de que era el centro de atención de todos los
presentes en la pequeña tasca. Se hizo un expectante silencio y de la mesa contigua le llegó, como una ligera brisa, una pregunta:
-
¿De dónde vienes chico?
Miró hacia la fuente de aquellas
palabras y se encontró con una afable sonrisa, enmarcada por una cara amable,
regordeta y de piel suave.
-
Vengo de Asturias y me dirijo a Tarifa.
-
Pues con esos pies no llegarás muy lejos.
Con un gesto de resignado
asentimiento, comenzó a devorar el bocadillo. Entretanto, el hombre de
bondadoso aspecto, le tendió una tarjeta a la vez que el resto de la clientela
reanudaba apresuradamente sus interrumpidas y banales conversaciones.
-
¿De verdad es usted masajista?, ¡no me lo puedo creer…!
-
Así es muchacho, y muy bueno por cierto. Puedes
preguntar a cualquiera de los presentes. Todos son clientes. Creo… que podría
hacer algo por tus maltrechos pies. ¡No te preocupes!, no te cobraré nada.
Considéralo como un favor hacia un visitante. ¡Pasan tan pocos por aquí
últimamente…!
Mientras meditaba
sobre la irresistible propuesta que le acababan de hacer, tuvo la sensación de
que todos estaban pendientes de su respuesta e incluso creyó percibir alguna furtiva
mirada, rápidamente corregida en un fugaz quiebro al sentirse sorprendida.
Declinar la oferta significaba abandonar y volver derrotado. Fue su amor propio
el que decidió y tras saciar convenientemente su apetito, siguió a su reciente
“amigo” hasta su vivienda, que también hacía las veces de “consulta”.
Ingresó
en una sala empapelada de diplomas, con una camilla en el centro y dos muebles
repletos de frascos, toallas y botes de crema. Su anfitrión le dijo:
-
Vete desvistiéndote mientras yo me cambio de
atuendo. Luego te tumbas en la camilla. Aunque quizá prefieras ducharte antes…
-
¡Sí, por favor! Llevo todo el día caminando y me vendría de
perlas.
Después de la reparadora ducha se
sintió mucho mejor. A la salida del baño se dio de bruces con el propietario de
la “familiar” sonrisa, que lo acompaño hasta la sala de masaje y volvió a
ausentarse. Durante la espera se entretuvo en curiosear los armarios. Entre los
ungüentos, linimentos y demás substancias típicas de un lugar como aquél, le llamó la atención un enorme
recipiente de cerámica cerrado bajo llave. Fue sorprendido con la nariz pegada
al cristal, tratando de leer el ininteligible rótulo que supuestamente daba
nombre a su contenido. Las palabras le impactaron en la espalda:
-
Se trata de
una crema hidratante y rejuvenecedora de mi invención, con ingredientes
secretos
A punto estuvo
de romper el vidrio con la frente, debido al susto. Posteriormente, un cálido rubor
asomó a sus mejillas acompañado por una pequeña risita nerviosa de
culpabilidad. No obstante la conversación se desarrolló en tono tranquilo:
-
No te preocupes, estoy acostumbrado a que ese
tarro suscite la curiosidad de todos los que vienen por primera vez. La viscosa
pasta que atesora es lo que más demandan mis clientes, en su mayoría personas
de cierta edad, que desean sin embargo tener un aspecto juvenil. ¡Y parece que
funciona muy bien! Yo mismo me la echo con frecuencia. ¡Nadie diría que tengo
más de ochenta “tacos”! ¿Verdad?
-
¡Ciertamente! No aparenta más de cincuenta…
-
Bueno, amigo, quizá por fuera no, pero como se
suele decir: ¡la procesión va por dentro! En fin…; vamos a ver esos pies; túmbate
en la camilla.
Se recostó boca arriba y el masajista comenzó a trabajar en su pie derecho. El
tacto era delicado y muy relajante. Empezó por el talón, aplicando un ungüento
mentolado mediante fricción de abajo hacia arriba. Al principio sintió un
fuerte dolor que fue aplacándose poco a poco hasta quedar completamente
extinguido, como si las expertas manos lo hubiesen extraído desde el propio
tuétano de los huesos. Después se inició una sinfonía de sensaciones
placenteras que le hicieron cerrar los ojos para disfrutar con mayor intensidad
del momento. Una vez que terminó con los
pies, continuó hacia arriba, escalando por sus piernas. Le dejó hacer a su
antojo y se entregó al placer. A medida que avanzaba el masaje, sus
extremidades inferiores se tornaban cada vez más livianas. Era tal el relax,
que realmente ni las notaba. Se derretía ante el inmenso
bienestar que estaba experimentando.
Tras las piernas,
le regaló el mismo tratamiento a los brazos; primero uno y luego el otro. Entonces comenzó a percibir el desagradable olor: un aroma
grasiento, como de mantequilla rancia levemente tostada. Simultáneamente el
masaje cesó sin previo aviso. Mantuvo un tiempo los ojos cerrados, disfrutando
de la paz interior que sentía y de la enorme ligereza de su cuerpo. Cuando
estuvo convencido del final de tan agradable experiencia corporal, los abrió
para comprobar cómo su “afable” terapeuta, enormemente excitado, rebañaba de la
superficie de la camilla gruesos grumos de una substancia gelatinosa, densa y
ligeramente rosácea. Trató de levantarse pero le fue del todo imposible. Lo que
antaño eran brazos, manos y piernas, se habían convertido en una masa pastosa
que fue a engrosar el contenido del gran tarro de cerámica. El horror no le permitió
gritar. Permaneció mudo, sin ofrecer la mínima resistencia, a la espera de que
el hombre de la perenne sonrisa, terminase de fundir y amasar el resto de su
cuerpo.