lunes, 25 de marzo de 2013

Triunfo soñado




Cuando escuché el disparo creí salir más rápido que la propia bala. Fui incrementando mi ritmo de zancada de forma progresiva en los instantes iniciales. La estrategia consistía en aumentar la velocidad hasta un punto en el cual pudiese mantenerla durante los primeros trescientos metros, para exprimirme al máximo en los cien finales. Era mi última prueba y quería despedirme a lo grande. A mis treinta años recién cumplidos y después de una brillante trayectoria como atleta en la que coseché dos medallas olímpicas, me había procurado unos rivales razonablemente asequibles para mi postrera aparición pública.

                Enfilé la última recta en primera posición, seguido de cerca por un muchacho joven. Una de esas promesas que emergen continuamente y que acaban convirtiéndose en humo que se desvanece a las primeras de cambio. Era el momento de acelerar a tope. Iba a terminar con un estupendo tiempo, a la altura de los mejores de mi carrera. Entonces vi por el rabillo del ojo cómo el chico se situaba a mi lado con aparente facilidad, manteniendo mi velocidad para dedicarme una sonrisa. A continuación salió despedido hacia adelante dejándome literalmente clavado. En ese último hectómetro me sacó casi cinco metros de ventaja. Dejó parado el crono en los guarismos de mi mejor marca personal, a sólo dos décimas del record mundial. Todo ello sin aparente esfuerzo.

                Me tragué mi orgullo y disimulando el enorme enfado me acerqué a felicitarlo con un gélido apretón de manos mientras le espetaba en su cara un brusco “enhorabuena.” Él me regaló una nueva sonrisa y casi sin tiempo nos vimos en el podio para la entrega de premios. 

Después de la ceremonia se acercó a mí para pedirme un autógrafo.

-          Acabas de humillarme en mi despedida y ahora quieres echar sal en la herida con esto…
-          No se enfade. Realmente usted es el responsable de que yo me dedique al atletismo y me gustaría tener su firma. La guardaré como uno de mis más preciados tesoros.
-          ¿Cuántos años tienes hijo?
-          Diecisiete

Me quedé atónito y no pude disimular una enorme mueca de asombro.

-          ¡Diecisiete años, y has hecho una marca estratosférica! ¿Quién te entrena?
-          Nadie. Yo soy mi propio entrenador.

No cabía duda de que me estaba tomando el pelo; así que me dispuse a terminar cuanto antes con aquella burla.

-          A ver, ¿dónde quieres que te firme?

Tendiéndome una foto me dijo:

-          Fírmemela en el reverso. Llevo una década esperando este momento.

Convencido de que estaba ante un demente, eché un rápido vistazo a la instantánea y me quedé paralizado, convertido en una estatua de mármol durante más de un minuto. En la imagen que tenía en mis manos aparecía yo mismo con diez años menos, junto a una cama de hospital en la que yacía un niño.

Reviví de nuevo aquél instante en el cual, debido al enorme cansancio tras una noche sin dormir, cerré los ojos tan sólo unos segundos… El tiempo suficiente para que fuese imposible evitar el impacto contra la bicicleta conducida por un muchacho, que surgió repentinamente de una urbanización. Recordé con exactitud el momento de la foto: yo estaba destrozado y había acudido al hospital para visitar a ese niño que se encontraba en coma, con escasas posibilidades de mantenerse con vida. La perspectiva más probable, en caso de supervivencia, era estar condenado a una inmovilidad total del cuello hacia abajo. El fuerte hematoma, no obstante, impedía ver si la médula se había seccionado completamente. Me maldije un millón de veces por mi fatal descuido y fueron los propios padres quienes, apartando durante unos instantes su inmenso dolor, me consolaron diciéndome que incluso estando en plenas facultades, la colisión se habría producido de igual manera. Antes de marcharme, me solicitaron posar junto al chico. Con veinte años era un deportista de élite, conocido mundialmente. Es la única foto que me han hecho en la que no se atisba ni un proyecto de sonrisa. Algunos meses más tarde supe que ya estaba en una silla de ruedas y di gracias a dios por ello, desentendiéndome definitivamente de su evolución y centrándome en mi actividad deportiva plagada de éxitos.

Tímidamente le pregunté:

-          Tú eres…
-          Sí… Alejandro. Encantado de conocerte.
-          ¡Tienes un potencial enorme! ¡Déjame que te busque un entrenador y harás  historia!

Su categórica respuesta, aún hoy, al recordarla, me eriza el vello de todo el cuerpo. 

-          ¡Acabo de hacer historia! Y… también me retiro.

Aquella derrota la guardo en la mente como el mayor de mis triunfos.

viernes, 15 de marzo de 2013

Tes pérdidas y un reencuentro





Cuando le preguntó si la llave era suya, su padre  se puso lívido.

-          ¿Dónde la has encontrado?
Inquirió.
-          Estaba bajo la alfombra, a la altura de la puerta de entrada
Le contestó.

Llevaba tiempo intentando convencerle de que cambiase esa raída alfombra fija que cubría toda la longitud del pasillo y por fin, había transigido. Así pues, se puso a quitar la vieja moqueta mientras esperaba que le trajesen una nueva. Entonces apareció la llave que ahora descansaba en la mano de un hombre de unos sesenta años de edad con los ojos inundados

-          ¿Qué te ocurre papá?, ¿Por qué lloras?, ¿Te encuentras bien?

Tras enjugarse las lágrimas con un pañuelo, comenzó a hablar.

-     Juan, ya es hora de que te cuente una historia que hace más de treinta años que guardaba dentro y que se encontraba enquistada. Hoy, esta llave, ha vuelto a abrir viejas heridas y necesito desahogarme.

Le relató cómo había conocido a su madre cuando los dos eran universitarios. Ana estudiaba Psicología y era la mejor de su promoción. Cuando terminó la carrera, consiguió una beca de doctorado y cometieron la bendita temeridad de casarse, viviendo de los ingresos que ella obtenía. Entonces nació él, como una auténtica bendición, a la par que un síntoma más de la locura que todos los amigos y familiares veían en ambos por llevar una vida tan trepidante y arriesgada. Mientras Ana se dedicaba a trabajar intensamente en su tesis doctoral, Carlos se aplicaba en el cuidado del pequeño Juan. Así transcurrió un año pleno de dicha. Pasado ese periodo, Ana imprimió más ahínco en sus investigaciones acerca de los procesos de conducta en situaciones de máximo estrés y el tiempo que compartía con marido e hijo disminuyó de forma significativa. Volvía cada vez más tarde al hogar y se estaba perdiendo todos los descubrimientos y logros de Juan. Esos momentos únicos que quedan grabados a fuego en la retina y corazón de todos los padres. Ella argumentaba que estaba inmersa en un experimento crucial y que les compensaría con creces todas las horas que pasaba alejada de la familia. Pero lo cierto es que cada día se la veía más cansada y deprimida.

                Todo esto era de sobra conocido por Juan, sin embargo no interrumpió a su padre y él le obsequió con una parte de la historia de la que nunca le había hablado y que le dejó boquiabierto:

-          Una mañana tu madre me entregó una llave que abría una caja de seguridad donde esperaba encerrada una carta. La cuestión era que yo no podría tenerla en mis manos hasta pasado un año. “¿Qué significa esto?”, le pregunté. Pero sólo obtuve como respuesta que ese escrito lo justificaría todo y resolvería mis dudas. Después me dio la dirección donde se encontraba el banco depositario y se fue a trabajar. Cuando salía por la puerta de casa conseguí arrancarle la promesa de que a su vuelta me lo explicaría todo con más calma. Fue la última vez que la vi con vida. Tres horas más tarde recibí una llamada en la que me comunicaron la noticia. Aquella voz, al otro lado del teléfono, me anunció que mi esposa se había suicidado. Tú eras muy pequeño y al no verla muy a menudo, apenas sufriste su pérdida. Yo me quería morir. No deseaba estar contigo e incluso durante unas semanas te consideré el principal responsable de lo sucedido. Lo único que me enganchaba a la vida, era conocer el contenido de la carta. Verdaderamente, esa llave fue mi salvación. Cumplido el tiempo estipulado, un siete de abril salí a la calle con la idea de leer, por fin, el mensaje escrito un año antes. Al llegar al inmueble,  me dirigí hacia un empleado mientras metía mi mano en el bolsillo del pantalón. Un sudor frío saturó mi frente al no sentir en los dedos el esperado tacto metálico. Busqué con nerviosa ansia en todos los resquicios de mi ropa; repetí hasta la extenuación el trayecto realizado, escrutando todos los rincones; vacié cajones y armarios… Ninguna de estas operaciones tuvo éxito y después de un par de días, di la llave por perdida y con ello se esfumaron todas mis esperanzas de conocer las razones que llevaron a tu madre a inmolarse. Hoy vuelven a renacer con este hallazgo.

Juan no pudo retener a su padre ni un minuto. Con una agilidad que hacía mucho tiempo que no le veía, se preparó y salieron disparados hacia la entidad bancaria. Se pasó todo el camino con los ojos fijos en la llave, mientras él le guiaba por las calles. Cuando por fin tuvo la carta en sus manos, respiró profundamente tres veces antes de abrirla. Luego levantó con dulzura la solapa del sobre y comenzó a leer…

Al finalizar, se dejó caer sobre una silla y con la mirada perdida, dijo:

-          Esta noche tenemos que  ir al cementerio y exhumar el cadáver de tu madre
-          ¿Te has vuelto loco?
Le preguntó Juan
-          ¡Mira!, ¡lee esto!
Y le tendió el papel.

Esa madrugada, cuando quitaron la tapa del nicho, confirmaron lo que Ana había escrito años antes con la idea de que hubiese sido leído mucho tiempo atrás. Allí no había ningún rastro de restos humanos. Todo era parte del experimento en el que ella estaba trabajando y había tomado a los miembros de su propia familia como “cobayas”.  Una cita fijada para casi tres décadas antes, completaba el mensaje. Obviamente, Carlos no había podido acudir. Eso fue demasiado para su mente y le provocó una nueva pérdida: la del juicio.

Sin embargo, Juan no estaba dispuesto a darse por vencido. Quería conocer qué había ocurrido; saber si su madre aún estaba viva. Para ello acudió a la dirección donde se había fijado el encuentro. Tuvo que viajar más de mil kilómetros hasta llegar ante la puerta de un despacho, en la Facultad de Psicología de una de las mejores universidades del país. Tomó una gran bocanada de aire y dio dos golpes con los nudillos mientras lo expulsaba, con la intención de relajarse. Cuando entró, se topó con un hombre de pequeña estatura, de la edad de su padre, que le escrutaba por encima de unas diminutas gafas.

-          ¿Qué desea?
-          Me llamo Juan Sánchez Velasco y soy hijo de Ana Velasco. ¿La conoce usted?

         El hombrecillo a punto estuvo de caerse de la silla al oír aquellas palabras. Cuando recuperó el equilibrio, tanto físico como emocional, se presentó como el profesor Ernesto Solana; invitó a Juan a sentarse  y le contó la otra parte de la historia

-          Tu madre fue una gran investigadora. Sus métodos no eran muy ortodoxos y uno de sus lemas era que el fin justifica los medios. Estábamos inmersos en un estudio sobre el comportamiento en situaciones de máximo estrés y pensó en vosotros cuando se le ocurrió pasar de las “ratas” a los “humanos.” Yo le dije que aquello era una locura pero no me hizo caso alguno y siguió adelante con su idea. Cuando nadie apareció el día de la cita ni tampoco en los siguientes, se convenció de que tu padre habría tenido sobradas razones para no querer verla nunca más. Traté de convencerla de que se pusiese en contacto con vosotros pero fue inútil. Además me hizo prometer que ni siquiera yo os avisaría. Estando enamorado de ella para mí fue muy sencillo cumplir esa promesa ante la perspectiva de tenerla. Iniciamos una relación que no funcionó. Ella seguía queriendo a tu padre y mantenía la esperanza de que la perdonase. Se pasaba las horas en este despacho, imaginando verlo aparecer por la puerta en cualquier momento.  Una mañana me la encontré en estado catatónico, con una hoja en blanco y un bolígrafo en sus manos. Tuvimos que habilitar una habitación del sanatorio mental de la ciudad, para convertirla en réplica exacta de este despacho. Se mantiene continuamente sentada frente a la entrada, con su hoja y su bolígrafo. Si alguien intenta quitárselos, comienza a gritar estridentemente y no para hasta que se los devuelven. Yo continúo amándola y la visito cada tarde, aunque no me reconoce. De hecho, ignora a todo el mundo.

             Tres meses después de esta conversación, tiempo necesario para hacer todos los preparativos del encuentro, Juan y el profesor, se disponen a entrar en la habitación de Ana, acompañados por Carlos, cuya demencia también le ha hecho perder el habla y desoír todo tipo de existencia. Se mueve como una marioneta, dejándose manejar por sus acompañantes sin oponer resistencia alguna.

           Una vez dentro de la estancia, los ojos de Carlos y Ana se enfrentan sin que sus miradas se crucen. Ana comienza a escribir algo en el folio muy lentamente, sin apartar los ojos de Carlos. Éste último no reacciona. Tras unos minutos, Ana deja de escribir, volviendo al estado de inmovilidad. Tres palabras se repiten, una vez tras otra, renglón tras renglón: “Lo siento... perdóname”

lunes, 4 de marzo de 2013

Sentido pésame (100 palabras)

Maridaje musical: "While thinking about her again" (Ennio Morricone) BSO Cinema Paradiso

Se encontraba ante el altar, en un extremo del camino que lo llevaría a su particular patíbulo. Apenas había cincuenta metros hasta la salida del templo, en lo que sería su último paseo hacia el abismo; su “paso del tablón” de un barco pirata. La travesía se hizo eterna, debido a los efusivos abrazos que recibía a su paso. Cada uno arrancaba un jirón de su alma. Abrazos que buscaban consolarlo y que sin embargo le laceraban las entrañas. Al llegar al coche fúnebre se desplomó.

    La autopsia reveló que le faltaba el corazón. Estaba repartido entre familiares y amigos.