A pesar de que soy más joven,
desde que empecé a tener uso de razón he cuidado de mi hermano. Todos los días,
al volver del colegio, lo sacaba a pasear, empujando con decisión la silla de
ruedas en la que se encontraba atrapado. No tenía ningún tipo de movilidad, no
hablaba, no hacía el más mínimo gesto… La desagradable enfermera del hospital
al que acudíamos dos veces por año, lo denominaba “planta con ojos”. Yo le quería mucho y compartía con él todos
mis secretos, convencido de que en el supuesto de que penetrasen en su mente,
estarían a buen recaudo. Era como hacer una copia de seguridad en un disco duro
con la esperanza de que nunca sea necesaria. Me hacía compañía, jugaba con él
a cualquier tipo de juego de mesa y
jamás se quejaba cuando le hacía trampas.
Le
llevaba a todas mis actividades extraescolares y fuimos creciendo juntos; yo
como un niño hiperactivo y él con su tediosa quietud. Se diría que me hubiese
transferido toda su energía para que yo la aprovechase por él.
A la edad de
catorce años comencé a practicar Claqué. Todos los martes por la tarde acudía solícito
a mi clase semanal; me calzaba los zapatos y pasaba dos horas saltando entre “steps”
“heels”, “toes” y otros muchos pasos sonoros de difícil pronunciación. Aquello
me entusiasmaba. Me sentía cantar con los pies; hablar un lenguaje, con sus vocales, sus
palabras y sus frases coreográficas. Mientras yo sudaba brincando sobre un
suelo de tabla, Santiago permanecía aparcado en un extremo de la sala, junto al
equipo de música que ponía banda sonora a nuestras corales percusiones
pedestres. Parecía observarnos con una atención insuperable, sin pestañear y
llegué a pensar que, a su manera, también disfrutaba. Para hacerle aún más
partícipe, le compré unos zapatos de Claqué que lucía en sus deformados pies
durante todas nuestras sesiones. El día en que sucedió todo, los llevaba
puestos.
Aquella jornada
se celebraba la fiesta de fin de curso en la academia de baile y los matriculados
en las diferentes disciplinas representaban las coreografías que habían
preparado a conciencia durante el último mes. Familiares y amigos constituían
un público entregado de antemano. Llegó nuestro turno y comenzamos a ejecutar
un “Shim Sham”. Era una delicia. Todos los “taps” sonaban como uno sólo, en
perfecta sincronización. Una tras otra fuimos ejecutando las series hasta
finalizar con el último salto. Entonces ocurrió: Desde la zona de espectadores
llegó un inconfundible “Stamp”, perfectamente ejecutado con toda la planta del
pie sobre un suelo metálico. Todos volvimos la cabeza hacia el lugar desde el que llegaba el sonido y nuestras miradas se dieron de bruces con mi hermano en su
silla de ruedas. Juro que yo incluso percibí una sonrisa aflorando a sus
labios. La ovación fue unánime, tanto por el milagro como por la perfecta
coreografía realizada. Fue el mejor momento de mi vida. Esa misma tarde acudimos
al hospital con mis padres. Íbamos henchidos de alegría y entusiasmo, que nos
borraron de un plumazo los médicos argumentando que lo que había ocurrido era
absolutamente imposible; que todo era fruto de nuestra imaginación, producido
seguramente por nuestro deseo de que Santiago se recuperase. No hubo forma de
convencerles y al final mis padres se dieron por vencidos y también dudaron.
Con el tiempo, los presentes aquella tarde en la academia le dieron al suceso una
explicación “más razonable”
-
Seguro que ese “Stamp” lo hizo alguien del
público ó quizá se le escapó a uno de nosotros,
comentó nuestro profesor. Todos admitieron
como bueno ese argumento y el maravilloso incidente pasó a mejor vida. A pesar
de que durante nuestras sesiones de Claqué continué calzándole los zapatos, Santiago
nunca más emitió sonido alguno y nos
dejó dos años después como consecuencia de una neumonía que se complicó debido
a su estado.
Yo
sé bien lo que pasó y nadie puede hacerme cambiar de opinión. Mi hermano se
pasó toda su vida postrado en una silla
de ruedas, acumulando energía gota a gota para ejecutar su mejor golpe. Ese “Stamp”
resuena en mi cabeza cada vez que me encuentro en una dificultad que considero
insalvable y me proporciona la fuerza necesaria para salir del paso.
Nunca abandonaré el Claqué, pues además de divertirme, siento que me mantiene próximo a Santiago. De hecho, fue la forma que él eligió para expresarse por primera y única vez en toda su existencia.
Nunca abandonaré el Claqué, pues además de divertirme, siento que me mantiene próximo a Santiago. De hecho, fue la forma que él eligió para expresarse por primera y única vez en toda su existencia.