lunes, 29 de abril de 2013

El mejor Stamp





A pesar de que soy más joven, desde que empecé a tener uso de razón he cuidado de mi hermano. Todos los días, al volver del colegio, lo sacaba a pasear, empujando con decisión la silla de ruedas en la que se encontraba atrapado. No tenía ningún tipo de movilidad, no hablaba, no hacía el más mínimo gesto… La desagradable enfermera del hospital al que acudíamos dos veces por año, lo denominaba “planta con ojos”.  Yo le quería mucho y compartía con él todos mis secretos, convencido de que en el supuesto de que penetrasen en su mente, estarían a buen recaudo. Era como hacer una copia de seguridad en un disco duro con la esperanza de que nunca sea necesaria. Me hacía compañía, jugaba con él a  cualquier tipo de juego de mesa y jamás se quejaba cuando le hacía trampas. 

                Le llevaba a todas mis actividades extraescolares y fuimos creciendo juntos; yo como un niño hiperactivo y él con su tediosa quietud. Se diría que me hubiese transferido toda su energía para que yo la aprovechase por él. 

A la edad de catorce años comencé a practicar Claqué. Todos los martes por la tarde acudía solícito a mi clase semanal; me calzaba los zapatos y pasaba dos horas saltando entre “steps” “heels”, “toes” y otros muchos pasos sonoros de difícil pronunciación. Aquello me entusiasmaba. Me sentía cantar con los pies;  hablar un lenguaje, con sus vocales, sus palabras y sus frases coreográficas. Mientras yo sudaba brincando sobre un suelo de tabla, Santiago permanecía aparcado en un extremo de la sala, junto al equipo de música que ponía banda sonora a nuestras corales percusiones pedestres. Parecía observarnos con una atención insuperable, sin pestañear y llegué a pensar que, a su manera, también disfrutaba. Para hacerle aún más partícipe, le compré unos zapatos de Claqué que lucía en sus deformados pies durante todas nuestras sesiones. El día en que sucedió todo, los llevaba puestos.

Aquella jornada se celebraba la fiesta de fin de curso en la academia de baile y los matriculados en las diferentes disciplinas representaban las coreografías que habían preparado a conciencia durante el último mes. Familiares y amigos constituían un público entregado de antemano. Llegó nuestro turno y comenzamos a ejecutar un “Shim Sham”. Era una delicia. Todos los “taps” sonaban como uno sólo, en perfecta sincronización. Una tras otra fuimos ejecutando las series hasta finalizar con el último salto. Entonces ocurrió: Desde la zona de espectadores llegó un inconfundible “Stamp”, perfectamente ejecutado con toda la planta del pie sobre un suelo metálico. Todos volvimos la cabeza hacia el lugar desde el que llegaba el sonido y nuestras miradas se dieron de bruces con mi hermano en su silla de ruedas. Juro que yo incluso percibí una sonrisa aflorando a sus labios. La ovación fue unánime, tanto por el milagro como por la perfecta coreografía realizada. Fue el mejor momento de mi vida. Esa misma tarde acudimos al hospital con mis padres. Íbamos henchidos de alegría y entusiasmo, que nos borraron de un plumazo los médicos argumentando que lo que había ocurrido era absolutamente imposible; que todo era fruto de nuestra imaginación, producido seguramente por nuestro deseo de que Santiago se recuperase. No hubo forma de convencerles y al final mis padres se dieron por vencidos y también dudaron. Con el tiempo, los presentes aquella tarde en la academia le dieron al suceso una explicación “más razonable” 

-          Seguro que ese “Stamp” lo hizo alguien del público ó quizá se le escapó a uno de nosotros,
comentó nuestro profesor. Todos admitieron como bueno ese argumento y el maravilloso incidente pasó a mejor vida. A pesar de que durante nuestras sesiones de Claqué continué calzándole los zapatos, Santiago nunca más emitió  sonido alguno y nos dejó dos años después como consecuencia de una neumonía que se complicó debido a su estado.

                Yo sé bien lo que pasó y nadie puede hacerme cambiar de opinión. Mi hermano se pasó toda su vida postrado  en una silla de ruedas, acumulando energía gota a gota para ejecutar su mejor golpe. Ese “Stamp” resuena en mi cabeza cada vez que me encuentro en una dificultad que considero insalvable y me proporciona la fuerza necesaria para salir del paso.

                 Nunca abandonaré el Claqué, pues además de divertirme, siento que me mantiene próximo a Santiago. De hecho, fue la forma que él eligió para expresarse por primera y única vez en toda su existencia.

jueves, 25 de abril de 2013

Mi primera vez (cien palabras)


Maridaje musical: "Still Dead" (Thomas Newman) enlace youtube 


Yo apenas había cumplido los dieciocho; ella parecía mayor. Nos encontramos en un bar de copas y tras una charla banal, la convencí para que nos dirigiésemos al hotel más próximo. Pagó ella y subimos a la habitación.

Sus jadeos iniciales se tornaron bruscamente en una ahogada queja ante la primera de mis embestidas. Seguí hundiendo con maestría una y otra vez mi instrumento, hasta que le sobrevinieron las convulsiones y por fin dejó de gritar, coincidiendo con mi propio clímax. Noté su fluido interior humedecer mi cuerpo y creí enloquecer. Luego, abandoné la estancia, dejándola sobre un charco escarlata.

viernes, 19 de abril de 2013

Ahogo (cien palabras)





Brillaba un sol espléndido; el mar estaba en absoluta calma. De pronto, alguien requirió mi presencia gritando y haciéndome señas. Salí disparado con el salvavidas dispuesto. No me hizo falta; el hombre que precisaba mis auxilios no había metido un sólo pie en el agua. Le practiqué la respiración boca a boca; oprimí su tórax y no hacía más que salir agua salada de su interior. ¿Cómo era eso posible?

      No hubo nada que hacer... Cuando me dispuse a bajarle los párpados lo comprendí todo. Tenía en sus ojos el arco iris. De tanto reprimirse, había olvidado cómo se llora.

lunes, 15 de abril de 2013

Grima

Maridaje musical: "Free Speech for the dumb" (Metallica) enlace youtube


Tomó con decisión el cepillo de carpintería. Estaba muy habituado a manejar esa herramienta, similar a un taco de madera en forma de prisma rectangular, en cuya base se encuentra una ranura por la que asoma una afilada cuchilla cuya misión es igualar superficies de tablones, sacándoles, según se precise, finas virutas o gruesas lascas mediante el correspondiente cepillado.

              Su hija mayor lo miraba desde la puerta de la habitación, inexpresiva. Tenía el rostro enjuto, lo que le hacía aparentar mayor edad aunque sólo era una adolescente. Todo había sido convenientemente planeado y estaba convencido de que ella sería capaz de llevar a cabo su tarea sin pestañear. 

            Miró su cara, demandando el gesto de asentimiento que ella le otorgó  con una ligera inclinación de cabeza. Entonces,  ajustó la cuchilla para que profundizase un poco más, apoyó el cepillo en la parte alta de su propio muslo y respiró profundamente una vez; dos veces…  Con la tercera inspiración inició la muesca en la carne expulsando el aire con un grito desgarrador. Antes de llegar a la rodilla se desmayó.

             Cuando despertó estaba tumbado en la cama. Su querida hija se encontraba a su lado con los ojos enrojecidos. Se llevó la mano a la pierna y confirmó la existencia del apretado vendaje. Tenía mucho calor y se encontraba aturdido, debido al efecto de la inyección analgésica que le había aplicado su primogénita. Inició una pregunta que ella abortó tapándole dulcemente la boca y sonriendo con ademán afirmativo. La tarea había sido ejecutada según lo acordado. Escuchó las risas de sus dos hijos menores, que se encontraban cenando en la cocina. Todo había pasado. Cerró los ojos tratando de relajarse, pero los abrió de nuevo súbitamente. El punzante dolor que sentía en la herida con cada uno de los golpes de mandíbula de sus dos pequeños al masticar el filete y el caudal sanguíneo que volvía a manar con intensidad, le hizo perder de nuevo el conocimiento… y a la postre, también el poco juicio que le quedaba.

martes, 2 de abril de 2013

Doble cita

Maridaje musical: "Opportunity" (Pete Murray) enlace youtube



Desde su posición podía ver el café en el que había concertado la cita que suponía la confirmación de que su vida sentimental navegaba a la deriva. La rutina y la falta de diálogo habían convertido su matrimonio en una convivencia entre dos amigos que simplemente comparten piso. 

Tres meses atrás, como mera curiosidad, inició una conversación en un chat con una desconocida. Lo que comenzó como algo pasajero y excepcional, se fue convirtiendo en imprescindible y cada día dedicaba más tiempo a confesarse con ella. Ambos descubrieron que tenían muchas cosas en común y poco a poco sintieron que se encontraban ante su alma gemela. Las reglas eran claras: sólo compartirían charlas reconfortantes y se lamerían mutuamente las heridas; nada de datos personales ni intercambio de fotografías. Transitaban por un terreno peligroso y, como no podía ser de otra forma, surgió una tibia necesidad de conocerse en persona que pronto se hizo irresistible. 

Ahora, mientras se acerca a la puerta de la cafetería, es consciente del decisivo paso que está a punto de dar; siente vértigo y debe sentarse en un banco próximo. Emplea más de media hora para hacer balance y finalmente toma una decisión irrevocable. Saca el móvil del bolsillo de su chaqueta y marca un número. Al mismo tiempo, dentro del establecimiento, una bella mujer recoge su bolso y paga la consumición, convencida de que su desconocido pero cercano amigo no acudirá a la cita. No parece muy desilusionada; está vacunada contra las decepciones… Cuando se dispone a salir recibe una llamada.

-          Cariño, hoy comemos por ahí. ¿Qué te parece si nos tomamos el resto del día para nosotros? ¿Puedes estar en una hora en “Casa Murias” para tomar un vino?

-          Por supuesto… amor. Allí nos vemos

Sus labios dibujan una sonrisa esperanzadora.

        Mientras ambos se dirigen al punto de encuentro, sienten una nítida chispa que estremece sus corazones. Durante el trayecto que recorren de manera paralela y simultánea, no pueden evitar pensar cómo habrían evolucionado sus vidas si se hubiese producido la entrevista con  su “otra” media naranja. Por separado, pero de forma sincronizada, se imponen la misma tarea: “En cuanto llegue a casa, tengo que borrar mi cuenta de chat…”