jueves, 22 de agosto de 2013

La huella de una amistad (para mi hija María en su decimoprimer cumpleaños)

Maridaje musical: Vissi D'arte (Tosca) Renata Tebaldi. Enlace youtube



La mejor cantante de ópera del mundo salía del teatro después de otra noche triunfal. La tarea de acercarse para pedirle un autógrafo se presentaba difícil. Poco quedaba de la niña que Luisa había conocido mucho tiempo atrás. Sólo pasaron juntas quince días, pero fue suficiente para que entre ellas surgiese una conexión que dejó en Luisa una huella indeleble. Dos semanas en las que se forjó una amistad que pareció diluirse cuando María cruzó el océano para volver a su país de origen. Sin embargo Luisa recordaba aquellos días como los mejores de su infancia. Todavía tenía muy vivo el momento de la despedida. Se había pasado la tarde anterior pensando qué regalar a su amiga. Durante la noche se le ocurrió la idea y se levantó para confeccionar el presente. A la mañana siguiente, cuando María ya estaba en el tren, Luisa llegó corriendo a la estación con el tiempo justo para deslizar por la ventanilla un pequeño papel, mientras elevaba la voz sobre el pitido de la máquina para gritar: “Es lo más personal  que puedo darte”. 

Años después, María comenzó a despuntar en el canto y Luisa le siguió la pista, celebrando sus éxitos como propios. No obstante consideró que ya era tarde para intentar retomar contacto. Hoy mismo, aprovechando que actuaba en una ciudad próxima al lugar en el que ahora vivía, se desplazó a oirla por primera vez en directo.

                A pesar de las dificultades, se abrió paso a base de empujones y consiguió tenderle la entrada para que se la firmase. Como era de esperar María no la reconoció, pero al devolverle el bolígrafo sus manos se rozaron levemente. Entonces levantó la vista asombrada mientras decía con la voz entrecortada: “¡Luisa!”

A continuación, se sacó un colgante del cuello con una medalla en la que había grabada una huella dactilar. Dentro, se encontraba el papelito con el modelo original que Luisa le había regalado.

-       Me duermo cada día acariciando tu dedo; lo hago justo antes de salir al escenario y siempre que me encuentro nerviosa. He repasado tu huella tantas veces, que me la he aprendido de memoria y hoy te he encontrado de nuevo gracias a ella. Tenemos mucho de qué hablar y todo el tiempo del mundo. 

  Rodeados por una multitud, ambas amigas se fundieron en un interminable abrazo.

viernes, 9 de agosto de 2013

Pandemia





¡Qué buena forma de comenzar!, me dije cuando acabé de corregir el primer examen correspondiente a la convocatoria final de la asignatura que imparto. Todos los ejercicios estaban perfectamente resueltos y explicados, así que la calificación no podía ser inferior a diez puntos. No recordaba cuándo había puesto esa nota con anterioridad. En realidad, ni siquiera sabía si lo había hecho alguna vez desde que soy profesor en la Facultad de Matemáticas.

El segundo que corregí no le fue a la zaga y de nuevo puse entusiasmado la máxima calificación. Cuando sucedió lo mismo con el siguiente, me pregunté si no se me habría ido la mano en cuanto a lo asequible de los problemas propuestos. Esta sospecha quedó confirmada cuando llevaba más de la mitad de los alumnos calificados y ni uno sólo tenía menos de diez puntos. Revisé el resto con una meticulosidad insuperable, buscando el menor error: una falta de ortografía, una coma mal puesta, una palabra tachada,… Sin embargo tuve que poner diez tras diez hasta que terminé con todo el montón.

Estaba seguro de que alguien había robado algún ejemplar con los enunciados y lo había distribuido a toda la clase. Pero incluso en ese caso, resultaba prácticamente imposible que todos tuviesen tan perfecta la resolución. Pensé en anular todo el proceso y fijar una nueva fecha para repetir la prueba, pero rectifiqué inmediatamente al no poder esgrimir una razón plausible para tal medida. Por muy inusual que pareciese, un diez colectivo no era motivo suficiente.

Al día siguiente comenté el hecho con mi colega del despacho contiguo, quien me contagió su cara de asombro cuando me contó que en su asignatura había ocurrido exactamente lo mismo. Todos los alumnos habían obtenido la nota máxima. Bajamos juntos a la cafetería del aulario y comprobamos que entre los docentes no se hablaba de otra cosa. De repente los estudiantes se habían transformado en verdaderos genios. Esta situación no era exclusiva de la titulación de Matemáticas, sino que se generalizaba a la totalidad de los estudios de la Universidad. 

Un mes después el rectorado convocó una reunión de urgencia con un único punto en el orden del día: “Búsqueda de propuestas para asignar las matrículas de honor”. El rector, con gesto compungido, alertó de la importancia de establecer un desempate para poder otorgar las matrículas, respetando la ratio de una cada veinte alumnos o fracción. La idea de hacer un nuevo examen ya se había llevado a cabo sin ningún éxito, pues como era de esperar, el empate persistía. Decidir las matrículas de honor mediante sorteo no era de recibo, amén de las denuncias que con toda seguridad presentarían los no agraciados. Lo cierto es que tras muchas deliberaciones se acordó que no se darían matrículas de honor en ese curso. Este acuerdo tuvo escasa vigencia. Un año después ocurrió exactamente lo mismo y para entonces las protestas ya habían llegado al Tribunal Europeo para Asuntos Universitarios (con sede en Bolonia), que resolvió que si un alumno tenía un diez en todas y cada una de las pruebas, debía concedérsele la matrícula de honor. 

La Universidad española comenzó a tener gravísimos problemas presupuestarios, debido a la falta de ingresos, ya que cada matrícula de honor exime del pago de una asignatura en el curso siguiente. Así pues, todos realizaban su carrera de manera absolutamente gratuita. Muchas Universidades tuvieron que cerrar. A pesar de todo, lo peor estaba por llegar.

El virus de la inteligencia desmesurada siguió vigente en las generaciones posteriores, mientras que los primeros afectados llegaban al mercado laboral. Todos los que se presentaban a oposiciones realizaban los exámenes a la perfección aunque éstos fuesen extraordinariamente difíciles. No había forma de seleccionar a los que ocuparían las plazas ofertadas. Además, a medida que se jubilaban las personas que desempeñaban los trabajos más físicos y los oficios menos deseados, no existía continuidad ante la falta de candidatos que siguiesen con las labores que dichos trabajos comportaban. En ese momento comenzó verdaderamente el caos. Miles de personas luchaban por sus derechos a ocupar plazas de altos funcionarios, ante la pasividad de la administración, que no encontraba forma racional y justa de asignarlas. Por otro lado, los comercios de las ciudades fueron cerrando paulatinamente, debido a la falta de empleados que los atendiesen, a la inexistencia de transporte que sirviese la mercancía y a la desaparición de las fábricas encargadas de manufacturarla. Los más decididos emigraron a los países vecinos para copar los mejores trabajos en ellos. Pero ese contacto con la población de otros estados trajo consigo el contagio y al cabo de un tiempo la situación se reprodujo en prácticamente todo el mundo “civilizado”.

Hoy se mata en plena calle por ocupar un puesto de alto cargo ganado en un examen en el que se ha obtenido la máxima calificación. De la lista van desapareciendo candidatos porque son asesinados por sus rivales, hasta que queda el número exacto de puestos ofrecidos. Hay estupendos ingenieros, verdaderos genios de la arquitectura, inmejorables médicos y cirujanos, que no están sustentados por los trabajadores de rango inferior. En definitiva, la disposición piramidal se ha transformado en una cúpula que aglutina a prácticamente toda la población y que no está soportada por ningún tipo de cimiento. La gente cultiva sus propios huertos, cría su propio ganado y se fabrica su propia ropa para poder subsistir. La consecuencia última será la vuelta del hombre al estado más primitivo y finalmente la extinción. Y todo ello debido a un exceso de inteligencia.