Aquella mañana, por fin iban a quitar
el enorme bache que crecía ante la puerta del colegio. Ése que en los días
lluviosos se convertía en un estanque en el que irrumpían las ruedas de los
vehículos de conductores despistados, levantando una pequeña tempestad. Más de
una vez la ola me había alcanzado mientras mi hermano y yo esperábamos el
autobús que nos llevaba de vuelta a casa. Él siempre se las arreglaba para
resguardarse tras de mí cuando arribaba ese mini tsunami. Yo tengo catorce años
y Sergio, mi hermano, acumula dos menos. Constituimos un equipo complementario:
él es mucho más fuerte y ágil mientras que yo le gano en inteligencia y
brillantez. Alguna vez me he preguntado qué resulta más importante para
subsistir en una isla desierta. Por supuesto la inteligencia es absolutamente
esencial, pero ¿podría compensar la inexistencia de la fuerza necesaria? Por el
contrario, ¿Cuánto tiempo duraría alguien atlético desprovisto de toda materia
gris?
A
medio día, cuando finalizaron las clases y salimos a la calle, ya estaban
terminando de pisar el asfalto con una pequeña apisonadora. Sergio y yo nos
situamos al borde de la calzada para mirar de cerca el alquitrán recién
aplastado y acto seguido, comenzamos a jugar, como ya era habitual, a hacernos
cosquillas. La apisonadora se acercaba, dando una nueva pasada, mientras
nosotros nos encontrábamos envueltos entre risas y empujones. Sergio tropezó
con mi pié y cayó al asfalto aún fresco un instante antes de que el cilindro
que hacía de rueda delantera ocupase ese mismo espacio. Yo estiré mis brazos
hacia él y acerté a prenderlo del cuello de la chaqueta al mismo tiempo que la
máquina.
Todo
sucedió para mí con una pasmosa lentitud. Recuerdo un dolor tan intenso como
fugaz. En los breves instantes que pasaron antes de perder el conocimiento,
tuve tiempo de percibir en mis manos el tacto viscoso de los sesos de Sergio y
creí sentir incluso un pequeño corte con alguno de sus huesos, como un picotazo;
una diminuta chispa inmersa en la espantosa tortura. Sin embargo, eso no fue lo
que más me horrorizó. Fue peor el sonido, ese sonido que no puedo sacar de mi
cabeza y que sigue muy presente hoy, un mes después del suceso, sin apenas
dejarme dormir. Se trata de una especie de explosión sorda; algo parecido a
cuando se parte un huevo de chocolate negro de cierta dureza, aunque
amplificado. Como macabro acorde, un crujir de huesos, similar al que
produciría un coro de ramas secas al quebrarse al unísono, completa la
horrísona melodía. Dos notas que me atormentan día y noche, repitiéndose en
cada compás de un pentagrama que parece no tener fin.
Pero sin duda
lo que más me reconcome es no poder gritar al mundo que no fue un desgraciado
accidente; que Sergio no tropezó fortuitamente con mi pié, sino que éste fue
dirigido con el objeto de zancadillearle tan sólo por ver lo que pasaba. Luego,
sobre la marcha, recordé mi duda existencial y decidí sacrificar mis dos brazos
a cambio de su materia gris, apostando por mi inteligencia y mermando aún más
mi natural torpeza corporal. Ya sé que no estoy en una isla desierta, pero, de
momento, es lo mejor que he podido conseguir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario