domingo, 20 de abril de 2014

Un bache en nuestras vidas

Maridaje musical: "Le grande cascade" (René Aubry) enlace youtube





Aquella mañana, por fin iban a quitar el enorme bache que crecía ante la puerta del colegio. Ése que en los días lluviosos se convertía en un estanque en el que irrumpían las ruedas de los vehículos de conductores despistados, levantando una pequeña tempestad. Más de una vez la ola me había alcanzado mientras mi hermano y yo esperábamos el autobús que nos llevaba de vuelta a casa. Él siempre se las arreglaba para resguardarse tras de mí cuando arribaba ese mini tsunami. Yo tengo catorce años y Sergio, mi hermano, acumula dos menos. Constituimos un equipo complementario: él es mucho más fuerte y ágil mientras que yo le gano en inteligencia y brillantez. Alguna vez me he preguntado qué resulta más importante para subsistir en una isla desierta. Por supuesto la inteligencia es absolutamente esencial, pero ¿podría compensar la inexistencia de la fuerza necesaria? Por el contrario, ¿Cuánto tiempo duraría alguien atlético desprovisto de toda materia gris?

        A medio día, cuando finalizaron las clases y salimos a la calle, ya estaban terminando de pisar el asfalto con una pequeña apisonadora. Sergio y yo nos situamos al borde de la calzada para mirar de cerca el alquitrán recién aplastado y acto seguido, comenzamos a jugar, como ya era habitual, a hacernos cosquillas. La apisonadora se acercaba, dando una nueva pasada, mientras nosotros nos encontrábamos envueltos entre risas y empujones. Sergio tropezó con mi pié y cayó al asfalto aún fresco un instante antes de que el cilindro que hacía de rueda delantera ocupase ese mismo espacio. Yo estiré mis brazos hacia él y acerté a prenderlo del cuello de la chaqueta al mismo tiempo que la máquina.

         Todo sucedió para mí con una pasmosa lentitud. Recuerdo un dolor tan intenso como fugaz. En los breves instantes que pasaron antes de perder el conocimiento, tuve tiempo de percibir en mis manos el tacto viscoso de los sesos de Sergio y creí sentir incluso un pequeño corte con alguno de sus huesos, como un picotazo; una diminuta chispa inmersa en la espantosa tortura. Sin embargo, eso no fue lo que más me horrorizó. Fue peor el sonido, ese sonido que no puedo sacar de mi cabeza y que sigue muy presente hoy, un mes después del suceso, sin apenas dejarme dormir. Se trata de una especie de explosión sorda; algo parecido a cuando se parte un huevo de chocolate negro de cierta dureza, aunque amplificado. Como macabro acorde, un crujir de huesos, similar al que produciría un coro de ramas secas al quebrarse al unísono, completa la horrísona melodía. Dos notas que me atormentan día y noche, repitiéndose en cada compás de un pentagrama que parece no tener fin. 

Pero sin duda lo que más me reconcome es no poder gritar al mundo que no fue un desgraciado accidente; que Sergio no tropezó fortuitamente con mi pié, sino que éste fue dirigido con el objeto de zancadillearle tan sólo por ver lo que pasaba. Luego, sobre la marcha, recordé mi duda existencial y decidí sacrificar mis dos brazos a cambio de su materia gris, apostando por mi inteligencia y mermando aún más mi natural torpeza corporal. Ya sé que no estoy en una isla desierta, pero, de momento, es lo mejor que he podido conseguir.

sábado, 12 de abril de 2014

Rocío

Maridaje musical: "Nothing else matters" (Apocalyptica)



Él era un completo agnóstico. Llevaba sin pisar una iglesia desde su primera y última comunión. A ella le hacía mucha ilusión una boda religiosa, pero tuvo que transigir y casarse en el ayuntamiento. En compensación, elegiría el viaje de luna de miel. Parecía un trato desigual, que se equilibró cuando le reveló en qué consistiría.

-          Nos vamos a hacer El Camino – le dijo a su recién estrenado marido.
-          ¿El camino de Santiago?, ¡Vale! Siempre que no me hagas entrar en la catedral…
-          ¡No! El de Santiago no. El del Rocío – Le corrigió ella
-          ¿Cómo? Eso sí que no, cualquier cosa menos eso. Ya sabes que no soy creyente.
-          Tenemos un trato ¿Recuerdas? Quiero ver por tus ojos el Camino que nunca he podido disfrutar debido a mi ceguera – le espetó con una sonrisa amorosamente vengativa.

Rocío, aunque residía en el norte, siempre tuvo una enorme ilusión por visitar la Ermita responsable de su nombre. Tenía varios amigos en una de las hermandades que le formulaban año tras año una invitación, si bien nunca la había utilizado. Todo se truncó cuando le sobrevino el accidente que le  hizo perder la vista. No llevaba puesto el cinturón y el impacto contra el parabrisas tras un brusco frenazo la sumió en un coma del que se despertó convertida en invidente. Le hicieron todo tipo de pruebas y aunque sus ojos parecían estar operativos, alguna conexión cerebral se habría estropeado tras el golpe causándole la ceguera. Cuando el médico se lo comunicó, lejos de derrumbarse, hizo gala de su sentido del humor diciendo:

-          Bueno, a pesar de que no he sido multada, no llevar puesto el cinturón de seguridad me ha costado ambos ojos de la cara.

Un año después conoció a Mario, al que enamoró con su arrolladora y alegre personalidad. Entonces se avivó con fuerza su antiguo deseo y quiso cumplirlo en su viaje de bodas. Por esa razón había sacrificado casarse por la iglesia, forzando el trato con Mario. Al fin y al cabo la ceremonia nupcial era una minucia comparada con toda una semana en compañía del amor de su vida, rodeada de carretas y caballos engalanados. Ocho jornadas en las que el mundo se movía al paso de una persona y hasta el polvo era sagrado e incluso terapéutico. Mario no se pudo negar y un Domingo de Mayo, inició la travesía junto a su esposa. Trató de tomárselo como una convalecencia con un “fino” tratamiento a base de alcohol y jamoncito.

Cuando llegó la primera noche, después de un día agotador, hubo de reconocer que no había sido tan aburrido como esperaba. La gente era muy amable y la alegría reinaba por doquier. Todo se compartía y a cualquier sitio que mirase se encontraba con un rostro iluminado por una sonrisa. La caravana constituía un caudaloso río de compañerismo, solidaridad y amistad. Además, la necesidad de explicarle con todo detalle a Rocío cuanto acontecía, para que ella también pudiese verlo a su manera, era todo un aliciente.
El día siguiente fue aún mejor. Una de las ruedas de la carreta se fracturó y sobraron manos para repararla. La espera se convirtió en una nueva fiesta y comprobó que todo acontecimiento, fuese o no positivo, escondía una celebración. Su mujer charlaba animadamente con todos. ¡Se la veía tan feliz!

Las  jornadas transcurridas por Doñana fueron de una belleza tal que se convenció de que la elección de la luna de miel no podía haber sido más acertada. Durante la última noche antes de llegar a la Ermita, entre besos, le confesó a su esposa que estaba siendo un viaje de bodas maravilloso. Ella se limitó a asentir, como si lo hubiese sabido desde el principio. Pero el momento que los marcaría para siempre aún estaba por acontecer.

Fue la noche del domingo al lunes de Pentecostés. La ermita era una isla blanca a punto de ser engullida por un tsunami humano. Desde la posición que ocupaban tenían una visión parcial de la reja. Mario sostenía la mano de Rocío mientras le describía todo minuciosamente, cuando se inició el salto de los almonteños en pos de la virgen. La algarabía era enorme y las lágrimas rociaban a la muchedumbre como una fina lluvia del Cantábrico. Durante el trayecto de la procesión, la imagen pasó al lado de los recién casados y se ladeó debido a un ligero tropezón de uno de los porteadores. Lo que parecía una bendición virginal, se tornó en excesiva inclinación que trajo como consecuencia la inevitable caída de la Señora sobre su homónima. Casi de inmediato fue elevada de nuevo, como un resorte, apareciendo el cuerpo de Rocío inerte en el suelo. Mario lanzó un grito desgarrador temiéndose lo peor mientras trataba de levantar a su amada. Un médico apareció de improviso y tras unos minutos de respiración asistida combinada con masaje cardiaco, Rocío reaccionó abriendo los ojos y contemplando por sí misma una colección de caras que la miraban con gesto de alivio. A pesar de la impresión que le produjo recuperar la vista, no le dijo nada a su marido hasta la llegada al hospital, en el que le hicieron el pertinente chequeo que confirmó la reactivación de la conexión de los nervios oculares al cerebro.

Aunque sigue fiel a su agnosticismo, aquel día Mario se convirtió posiblemente en el primer ateo devoto de la virgen del Rocío y cada madrugada del lunes de Pentecostés, él y su esposa nunca faltan a la cita con la Blanca Paloma. Cada vez que le preguntan sobre su supuesta incongruencia religiosa, responde con la misma sentencia:
-          hasta para los no creyentes, existen milagros que son indiscutibles.